viernes, 31 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 13

Una botella de dos litros rodó por el suelo hasta chocar con un letrero de madera que urgía a los visitantes a «Tirar la basura en su lugar».

–Hay que oíros, santo cielo –Paula abrió la puerta de la furgoneta–. Cualquiera diría que han retirado Barrio Sésamo de la programación infantil.

Desató a Camila y la levantó de su asiento. Palpó sus pantaloncitos de color rosa.

–¿Qué te pasa, cielito? Tu pañal está seco –mientras hablaba con Camila, le frotó la tripita a Mateo–. A juzgar por cómo han rechazado el biberón, diría que no tienen hambre, así que todo este jaleo es puro malhumor. Vamos, dijo, levantando a Joaquín de su asiento–. Tú agarra a Mateo, les daremos un paseo rápido.

–¿Un paseo? –Pedro había bajado de la furgoneta y estaba de pie junto a Paula–. Ya tendríamos que estar a mitad de camino. Esto va a dar al traste con el horario programado.

–¿Qué horario? –con dos bebés y la bolsa de los pañales en brazos, Paula retrocedió hacia la puerta–. ¿Podrías ayudarme a bajar? No quiero tropezar.

De pronto, Pedro no solo tuvo que preocuparse del tiempo perdido, sino también del contacto de las suaves curvas de Paula. La agarró por la cintura y la guió hasta el suelo, embriagándose con el aroma de su perfume floral.

–No, no –dijo él, intentando concentrarse–. ¿Por qué bajas de la furgoneta? Tardaremos mucho en volver a ponernos en marcha.

–¿Podrías agarrar a Mateo, por favor? –preguntó Paula por encima del hombro, yendo hacia una de las mesas–. Ya que hemos parado, me gustaría hacer una revisión oficial de pañales.

Mascullando entre dientes, Pedro hizo lo que Paula le pedía. Hizo una mueca cuando llegó a la mesa y la encontró extendiendo el cambiador sobre la mesa sucia y pintarrajeada.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, sujetando los pies del gorjeante Jaoquín con la mano derecha, mientras le limpiaba el culito con la izquierda.

Camila estaba tumbada sobre la manta que Paula había extendido bajo un arbusto reseco. La pequeña tramposa sonreía de oreja a oreja mientras chupaba un salamandra de goma que su tío le había comprado en el zoo.

–¿Qué pasa? –repitió él con las manos en las caderas–. Estos niños nos están enredando.

–Pedro, solo tienen unos meses –Paula le dedicó una sonrisa alegre–. No pueden haber decidido ponerse de acuerdo para arruinar tu horario.

–¿No? ¿Y qué otra cosa puede explicar esto? –le mostró a Mateo, que pasaba de la risa al gorjeo.

Paula alzó la cabeza y volvió a bajarla, concentrándose en acabar de ponerle el pañal a Joaquín y reajustarle el pelele. Tenía la sensación de que sus mejillas se habían encendido por algo más que el sol y el seco viento de Oklahoma. Por ejemplo, por la imagen del guapísimo Pedro con gafas de sol Ray-Ban, pantalones cortos color verde camuflaje y camiseta blanca, con el pequeño Mateo en sus brazos. Cuando aprendiera a relajarse, Pedro sería un gran padre. Obviamente, de los hijos de alguna otra afortunada mujer, no de ella.

–Bueno –dijo, con alegría forzada, levantando a Joaquín–. Camila está seca; deja que compruebe el pañal de Mateo y podremos marcharnos.

–¿Así que ella también estaba simulando las lágrimas? –Pedro suspiró.

Paula lo miró con irritación cuando se acercó demasiado a ella para que comprobara el pañal.

–También está seco –dijo, girando rápidamente con la intención de levantar a Camila con la manta y la bolsa de pañales.

–Espera –los dedos de Pedro le rozaron el antebrazo.

A pesar de la brisa, hacía el insoportable calor típico de agosto y ella sintió la impronta de cada dedo como una brasa.

–¿Qué? –preguntó, mirando a Pedro.

–Gracias.

–¿Por qué? –la brisa hizo que algunos mechones de pelo revolotearan ante sus ojos y, como tenía los brazos ocupados con Joaquín, Pedrousó la mano libre para apartarlos.

–¿Tú por qué crees? –miró al bebé que tenía en brazos él y después al que tenía ella–. Aunque odie admitirlo, tenías razón. No podría haber hecho este viaje solo. Así que, por si luego se me pasa decirlo, gracias.

Ella perdonó de inmediato su actitud gruñona.

–De nada –dijo, temiendo mirarlo por si eso incrementaba aún más su atracción por él–. ¿Puedes poner a Mateo en su asiento mientras agarro a la princesa?

–Yo me ocuparé de ella y de las cosas –dijo él–. Tú eres el cerebro y la belleza de esta operación. Yo, la fuerza bruta.

Paula acomodó a Joaquín  en su sillita y luego ocupó su asiento y simuló consultar el mapa. Intentar no enamorarse de Pedro iba a ser tan fácil como mantener a tres bebés contentos durante un viaje de mil doscientos kilómetros.

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