viernes, 17 de agosto de 2018

Dulce Amor: Capítulo 48

Pedro hundió la rodilla entre las piernas de la joven y la miró fijamente a los ojos mientras deslizaba la mano por el interior hasta rozar su ropa interior. Paula cerró los ojos, luchando contra aquella deliciosa sensación.

—Te deseo —susurró Pedro—. Aquí, ahora.

La besó, haciendo que le diera vueltas la cabeza, que perdiera prácticamente la conciencia. Paula jadeó, intentando tomar aire.

—Yo, uh... Te veo doble.

—El deseo te hace delirar.

—No, de verdad. Es que no me encuentro muy bien...

—Yo te haré sentirte mejor.

Pedro intentó  besarla  otra  vez,  pero  ella  apartó  los  labios.  Paula pestañeó  frenéticamente,  maldiciéndose  por  no  haber cenado nada más que un plato  de  lechuga.

—No  irás  a  desmayarte,  ¿Verdad?  —le  preguntó  Pedro,  con  los  ojos  llenos  de  preocupación.

—No —el  mareó  pasó  y  volvió  a  sentir  cómo  se  extendía  el  calor  en  su  interior—. Sólo tengo hambre —susurró, conmovida por la preocupación que vio en sus ojos—. Mucha hambre.

—¿Estás segura de que estás bien? Voy a ver si hay algo en la cocina —comenzó a levantarse, pero Paula lo retuvo a su lado.

—No es eso de lo que tengo hambre —y entonces lo besó.

Sus cuerpos se presionaban, sus corazones latían al unísono y Paula se perdía en los brazos de Pedro Alfonso.

—Te deseo Paula, siempre te he deseado. Supe que tú eras la mujer de mi vida desde la primera vez que te ví.

Aquellas palabras se grabaron inmediatamente en el cerebro de Delilah que, de pronto,  se  imaginó  a  sí  misma  como  una  mujer  de  pelo  gris  rodeada  de  niños  llorones  en  medio de  una cocina  en  la  que  las  batidoras  y  los  hornos  se  habían  oxidado  por  la  falta  de  uso.  Al  lado  de  ella  estaba  Pedro,  tan  joven  y  atractivo  como  siempre. Alfonso El Salvaje y su mujercita. Y su mujercita era ella.

—Yo... Nosotros... Esto no puede ser —dijo de pronto, y lo empujó con dureza.

—¿Estás mareada otra vez?

—No.  Sí.  Quizá  —se  levantó  del  sofá,  se  estiró  la  falda  y  se  dirigió  a  la  cocina, desesperada  por  recuperar  la  cordura.  Porque,  por  un  instante,  antes  de  visualizar  aquel  terrible  futuro,  realmente  había  llegado a  emocionarse  ante  la  idea  de  ser  la  mujer de su vida.

—Definitivamente, es una locura pensar algo así.

—¿Pensar qué?

Paula se volvió al oír la voz de Pedro tras ella.

—Nada. Sólo necesitaba un poco de aire. He vuelto a marearme.

—Ya.

—Qué calor hace aquí —sobre todo desde que Pedro había entrado.

—¿Qué te pasa, Paula? Y no me digas que te has mareado, porque no tienes el mismo aspecto que hace unos minutos, cuando realmente estabas mareada.

—¿De verdad? ¿Y qué aspecto tengo?

—Pareces asustada.

—¿Yo? ¿Asustada? —fingió una risa que terminó convirtiéndose en tos—. ¿Por qué?

—Eso tendrás que decírmelo tú, que eres la que has salido huyendo.

—Yo no he salido huyendo. Ya te lo he dicho, hacía calor.

—Y  además  estás  asustada  —añadió Pedro,  acercándose a ella  con  expresión  amenazadora.

—Claro que no —transformó su desesperación en una fiera mirada.

—Y no sólo estás asustada, sino que además eres una cabezota. Me deseas, pero eres demasiado cabezota para admitirlo.

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