Pedro hundió la rodilla entre las piernas de la joven y la miró fijamente a los ojos mientras deslizaba la mano por el interior hasta rozar su ropa interior. Paula cerró los ojos, luchando contra aquella deliciosa sensación.
—Te deseo —susurró Pedro—. Aquí, ahora.
La besó, haciendo que le diera vueltas la cabeza, que perdiera prácticamente la conciencia. Paula jadeó, intentando tomar aire.
—Yo, uh... Te veo doble.
—El deseo te hace delirar.
—No, de verdad. Es que no me encuentro muy bien...
—Yo te haré sentirte mejor.
Pedro intentó besarla otra vez, pero ella apartó los labios. Paula pestañeó frenéticamente, maldiciéndose por no haber cenado nada más que un plato de lechuga.
—No irás a desmayarte, ¿Verdad? —le preguntó Pedro, con los ojos llenos de preocupación.
—No —el mareó pasó y volvió a sentir cómo se extendía el calor en su interior—. Sólo tengo hambre —susurró, conmovida por la preocupación que vio en sus ojos—. Mucha hambre.
—¿Estás segura de que estás bien? Voy a ver si hay algo en la cocina —comenzó a levantarse, pero Paula lo retuvo a su lado.
—No es eso de lo que tengo hambre —y entonces lo besó.
Sus cuerpos se presionaban, sus corazones latían al unísono y Paula se perdía en los brazos de Pedro Alfonso.
—Te deseo Paula, siempre te he deseado. Supe que tú eras la mujer de mi vida desde la primera vez que te ví.
Aquellas palabras se grabaron inmediatamente en el cerebro de Delilah que, de pronto, se imaginó a sí misma como una mujer de pelo gris rodeada de niños llorones en medio de una cocina en la que las batidoras y los hornos se habían oxidado por la falta de uso. Al lado de ella estaba Pedro, tan joven y atractivo como siempre. Alfonso El Salvaje y su mujercita. Y su mujercita era ella.
—Yo... Nosotros... Esto no puede ser —dijo de pronto, y lo empujó con dureza.
—¿Estás mareada otra vez?
—No. Sí. Quizá —se levantó del sofá, se estiró la falda y se dirigió a la cocina, desesperada por recuperar la cordura. Porque, por un instante, antes de visualizar aquel terrible futuro, realmente había llegado a emocionarse ante la idea de ser la mujer de su vida.
—Definitivamente, es una locura pensar algo así.
—¿Pensar qué?
Paula se volvió al oír la voz de Pedro tras ella.
—Nada. Sólo necesitaba un poco de aire. He vuelto a marearme.
—Ya.
—Qué calor hace aquí —sobre todo desde que Pedro había entrado.
—¿Qué te pasa, Paula? Y no me digas que te has mareado, porque no tienes el mismo aspecto que hace unos minutos, cuando realmente estabas mareada.
—¿De verdad? ¿Y qué aspecto tengo?
—Pareces asustada.
—¿Yo? ¿Asustada? —fingió una risa que terminó convirtiéndose en tos—. ¿Por qué?
—Eso tendrás que decírmelo tú, que eres la que has salido huyendo.
—Yo no he salido huyendo. Ya te lo he dicho, hacía calor.
—Y además estás asustada —añadió Pedro, acercándose a ella con expresión amenazadora.
—Claro que no —transformó su desesperación en una fiera mirada.
—Y no sólo estás asustada, sino que además eres una cabezota. Me deseas, pero eres demasiado cabezota para admitirlo.
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