miércoles, 29 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 35

Paula no tenía idea de cuánto tiempo había estado andando ni dónde estaba. Aunque el tiempo no importaba. No había razón para que volviera corriendo a la casa. Pero al menos tenía dos cosas que esperar con ansiedad: tratar de encontrar su pasado e ir al cine. Sonrió. Aunque la vida en el rancho era algo completamente extraño para ella, se estaba adaptando bien. Si Pedro le dejase hacer algo para ayudar, estaría casi contenta. No podía creer que Pedro se hubiera ofrecido a llevarla al cine. Estaba segura de que en esos momentos él se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Era un hombre de lo más imprevisible, lo que le hacía más excitante. Y peligroso. Su sonrisa desapareció y suspiró. Lo último que necesitaba era la complicación de un amorío, especialmente con un hombre tan distinto de ella, tan duro. Aunque creía que bajo esa cara fría y sarcástica, había un corazón que necesitaba desesperadamente amor. Él nunca lo admitiría ni permitiría que nadie se acercara tanto. Y menos ella. Pero cuando la miraba con esos ojos ardientes…  Se sacó esos pensamientos de la cabeza y se concentró en los alrededores. Había entrado en un prado donde había un rebaño ocupado en mascar hierba y flores. A lo lejos se alzaban unos pinos. Cerca había robles y un solitario algodonero, aunque su tronco era dos veces mayor que el de los robles. El ganado pastaba cerca de un estanque. Una belleza indescriptible se extendía por doquier. Paula se quedó quieta, mirándolo todo. Se inclinó y recogió un ramillete de flores mientras el viento soplaba con suavidad contra su cara. No vio al animal hasta que se irguió de nuevo. Descansando entre unas hierbas altas, a unos pocos metros enfrente de ella, había un becerro.

—¡Oh, es precioso! —dijo acercándose con cuidado para no asustarlo.

¿Había visto alguna vez uno tan pequeño? Creyó que no, excepto quizá en dibujos. Paula se paró a un metro de distancia y se puso en cuclillas. Su piel era negra, pero fue de todo lo que pudo darse cuenta antes de que el becerro la viera a ella. Inmediatamente, tembló y trató de levantarse, pero sus piernas delgadas y larguiruchas eran tan inestables que no pudo.

—Lo siento, no quise asustarte —murmuró.

Pero su tono suave, no tuvo el efecto deseado. El becerro continuó temblando y mirándola con cautela a través de sus ojos negros. Paula se había puesto de pie con la intención de alejarse del animal cuando oyó un sonido extraño. El corazón le dio un vuelco y se quedó con la boca abierta. Se quedó horrorizada. Galopando por el prado a una gran velocidad y resoplando por la nariz, se aproximaba la vaca más grande, negra y fea que estuvo segura que Dios había puesto sobre la faz de la tierra. Y la criatura iba directa a ella.

Paula no podía pensar. No podía respirar. No podía moverse. Tenía los pies pegados al suelo mientras miraba con estupor. Lo que liberó sus miembros de la parálisis fue algo que nunca supo. Sólo supo que en un segundo pudo moverse y al siguiente estaba gritando. El grito pareció encolerizar aún más al animal, que aumentó su velocidad. Gritó de nuevo, pero no después de girarse y empezar a correr.

—¡Dios mío, ayúdame por favor! —gritó con miedo de girarse y con miedo de no girarse.

Pero sabía que no estaba sola. El sonido de los cascos estaba justo tras ella. Corrió como si su vida dependiera de ello. Y en ese momento, ella sabía que era así.

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