viernes, 3 de mayo de 2019

Paso a Paso: Capítulo 48

—Soy Pedro Alfonso—estaba diciendo, en tono claro, pero frío…

Escuchó un momento y dijo:

—Maldita sea, quiero hablar con mi hijo.

Paula se llevó la mano a la garganta. Pedro escuchó de nuevo, y luego, furiosamente, colgó el auricular.

—El hijo de perra no me ha dicho lo que querían. Dice que llamarán más tarde para explicar sus demandas y decir un punto de reunión.

—¡Maldita sea! —musitó Santiago, con los labios apretados.

Adrián se frotó la nuca.

—Lo mismo digo.

Sólo Paula y Pedro no tenían nada que decir. De un extremo a otro de la sala, sus ojos se encontraron con silencioso horror. Paula no tenía intención de llegar más lejos que el granero principal. Cuando había empezado su paseo por la granja, ni siquiera había pensado ir al granero en absoluto. Sólo había querido tomar un poco el fresco. Habían pasado dos días desde que Pedro había recibido la llamada, y ella se había propuesto de forma consciente mantenerse apartada de su camino. Estaba más malhumorado que nunca. El temor de enfrentarse a él la había expulsado del interior de la casa. Pero ahora que estaba entrando en el granero, sentía aumentar su curiosidad y su respeto. Había sabido siempre que Pedro era un hombre rico y poderoso con gran pasión por los caballos, pero no había tenido idea de la magnitud de sus instalaciones. Una vez salió del granero, bien repleto de grano y heno, avanzó por un camino pavimentado flanqueado a ambos lados por establos. Se detuvo a medio camino y miró a su alrededor. Aunque los primeros estaban vacíos, no le cupo duda de que era allí donde estaban los caballos de Pedro. Como para ratificar aquello, un relincho llegó a sus oídos. Entonces siguió avanzando hasta encontrar los establos ocupados. Aunque no sabía mucho de caballos, siempre los había admirado. Estaba acariciando a una magnífica yegua cuando oyó una voz detrás.

—Bueno, ¿Qué te parece?

Paula giró sobre sí misma. Pedro estaba apoyado contra la puerta, contemplándola, aunque sus ojos quedaban algo ocultos por el sombrero Stetson que llevaba inclinado sobre ellos.

—¿Qué haces levantada tan temprano? —le preguntó Pedro al ver que no respondía.

Paula tragó saliva con dificultad, mientras pensaba que estaba guapísimo con aquella camisa abierta por el cuello y los vaqueros ajustados.

—He pensado que un poco de aire fresco me vendría bien —dijo, con la voz temblándole ligeramente.

—¿Y te ha servido? El aire fresco, quiero decir.

Ella sonrió nerviosamente.

—Sí —dijo, sin dejar de acariciar a la yegua.

Pedro se acercó a ella.

—¿Te gustan los caballos?

—Sí, pero no sé mucho sobre ellos.

Por un segundo, él no dijo nada, y su mirada se posó en la curva suave de sus pechos. Ella sintió instantáneamente un nudo en el estómago.

—No tienes que saber mucho para que te gusten —su voz era áspera como el papel de lija.

—Bueno, lo único que sé es que estos caballos tuyos son preciosos.

—¿Has montado mucho a caballo?

—No, no he montado. Muy poco, de hecho.

—¿Quieres intentarlo?

Atónita, Paula trató de mirarlo a los ojos, pero él los mantenía clavados en el animal. El silencio se extendió entre ellos.

—¿Cuándo? —preguntó ella con voz ahogada.

—¿Qué te parece ahora mismo?

—Oh, no sé. Yo…

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