viernes, 17 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 7

—Entonces vuelve a comprarlas.

—Eso es una locura. Tú estás loco. De todas formas, el trato que hice con tu tía no es asunto tuyo.

—Ahí te equivocas.

—Vete, David —dijo con voz cansada—. Déjame y deja a tu tía. ¿No nos has causado ya bastante dolor a las dos?

—Si no me devuelves esas joyas, vas a saber lo que es el dolor —dijo sonriendo con desprecio.

—Te he dicho que no me amenaces.

—¡Te estoy advirtiendo! —dijo subiendo el tono de su voz, y lo bajó al darse cuenta de que todo el mundo estaba mirando—. Y será mejor que obedezcas.

Paula se quedó mirándolo con frialdad, él giró y se alejó.

En esos momentos, mientras Paula trataba de regresar al presente, al avión con sus motores zumbando, seguía disgustada porque David continuaba alterando su vida. A lo mejor su amiga del club femenino de estudiantes tenía razón. Quizá debiera poner algo de distancia entre ella y David, al menos durante una temporada. La idea de pasar unos días en el campo, en la casa de Candela, le resultó de pronto sumamente atrayente. Se recordó que debía llamar a su amiga en cuanto regresara a casa, y contarle sus planes. De todas formas, le hería el amor propio que David tuviera influencia sobre ella y se hubiera tomado en serio su amenaza. Decidiendo que no iba a permitir seguir pensando en David, echó una ojeada al hombre que había a su lado. Parecía tan serio como antes, e igualmente misterioso. Una débil sonrisa se dibujó en los labios de Paula, y al mismo tiempo ignoró la agitación nerviosa de su estómago. ¿Por qué no? ¿Por qué no tratar de iniciar otra vez una conversación? A lo mejor incluso resultaba interesante. Le dió un golpecito en el hombro.

—Por cierto, ¿en qué dijo que trabajaba?

—No se lo he dicho.

Paula suspiró.

—No, supongo que no. Y lo que es más, no tiene intención de hacerlo, ¿Correcto?

Algo parecido a un ceño fruncido alteró la expresión de Flint.

—¿Es sólo curiosidad, señorita Chaves, o aburrimiento?

Su brusquedad pareció tener muy poco efecto sobre Paula, que sonrió.

—Puede que un poco de las dos cosas, señor Alfonso.

La sonrisa de la mujer le desarmó.

—Bueno, al menos es honesta.

Su sonrisa era fascinante.

—Puede que demasiado.

Pedro se encogió de hombros y se giró. ¿Qué había hecho para merecer eso? Todo lo que quería era estar solo; era más seguro, y menos doloroso. Lo había aprendido de niño. Al evocar recuerdos de esos tiempos, sus labios se torcieron en una mueca. Eran recuerdos que le obsesionaban. Aún podía oír a los niños del colegio reírse de él porque sus vaqueros eran demasiado pequeños y cortos. Y los profesores eran igual de malvados, sólo que de una forma diferente. Le miraban con lástima cuando él no podía comprarse dulces, y tenía aún menos dinero para comprarse un almuerzo caliente.

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