viernes, 24 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 25

—Bueno, ¿Cómo prefieres los huevos?

La pregunta de Pedro la sobresaltó. ¿Cómo le gustaban a ella los huevos?

—No… no lo sé —murmuró girándose y mirándole.

—¡Eh, tranquila! —dijo Pedro al ver sus ojos tristes—. No pasa nada. Te freiré un par para que los tomes con el bacon y las tostadas.

Paula, ya recuperada de la espantosa realidad de no saber qué tipo de comida le gustaba, movió la cabeza.

—Me da la impresión de que es demasiada comida.

—No creo que tengas que preocuparte por tu peso.

Pedro la miró, y a ella le apreció que se detuvo más tiempo del necesario en su cuello, y luego en sus pechos, que rozaban directamente con la camisa. El sujetador que le habían dejado con la ropa había sido demasiado pequeño. Cuando él miró sus ojos de nuevo, ella estaba temblando por dentro.

—Todas las mujeres deben preocuparse por su peso —dijo impaciente por disimular.

Pero no tenía que preocuparse. Él no la miró más. Se concentró en la tarea de sacar el bacon de la sartén y colocarlo sobre papel de cocina para que escurriese. Paula observaba sus manos preguntándose si realmente ella las había sentido sobre su piel la noche anterior o había sólo un sueño. Sintiendo que empezaba a ponerse colorada, desvió la mirada, horrorizada por sus pensamientos. Más que eso, estaba horrorizada por su comportamiento. El que encontrara a ese hombre atractivo no era algo en lo que debiese pensar. Debía preocuparse únicamente por recuperar la memoria.

—Come —dijo Pedro.

Su voz brusca y el sonido del plato sobre la mesa de formica, le hicieron ponerse en acción. Se acercó a la mesa y se sentó. Comieron en silencio. Paula no tomó más que dos o tres bocados de cada cosa y apartó el plato.

Pedro la miró con las cejas alzadas.

—¿Ocurre algo?

—No, estaba delicioso.

Pedro hizo una mueca.

—Ya.

—En serio —dijo Paula con una sonrisa—. Es sólo que ahora tengo otras cosas en la cabeza que no son la comida.

Pedro echó su plato a un lado y tomó la taza de café. Después de beber, la miró por encima del borde.

—¿Nada todavía?

—Nada —dijo con decepción—. ¿No lo has notado cuando no he podido saber si me gustaban los huevos o no?

—No te hará ningún bien atormentarte, ya lo sabes.

—Sí, pero no lo puedo evitar. Me siento tan inútil y frustrada…

—Te ayudaré en todo lo que pueda. Ya te lo dije y fue en serio. Así que si hay algo que recuerdes, cualquier cosa…

—Nada. Y eso me asusta, eso y el hecho de que en algún lugar mi familia esté desesperada. Y… —se detuvo y suspiró.

—¿Y qué?

—Y que no tengo dinero.

—Yo te lo puedo prestar.

—No puedo permitirlo.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Como gustes.

Paula enderezó sus delgados hombros.

—Aparte del dinero está la ropa que tú… compraste.

—Yo no la compré.

—¡Oh!

Posiblemente una de sus amigas tuvo ese honor, pero Paula no se atrevió a preguntarlo.

—¿Qué hay de malo? —preguntó cortante.

La pregunta la pilló por sorpresa.

—¿Con qué?

—Con la ropa —dijo impaciente.

—No hay nada malo, sólo que… algunas cosas no me están bien.

—Ya veo.

Una vez más, sus ojos se clavaron en sus pechos, como si supiera exactamente a qué prendas se refería. Y una vez más, Paula enrojeció, aunque intentó, como antes, controlarse.

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