miércoles, 15 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 4

Pedro se puso de pie. De todos los pasajeros que podían haberse sentado a su lado, ¿Por qué tenía que ser ella? Mientras pasaba por delante de él, se quedó muy rígido, con cuidado de que sus cuerpos no se tocaran. Y aun así, durante el proceso, su perfume llegó a sus fosas nasales y su pelo le rozó la cara.

—Perdone —murmuró ella muy bajo antes de dejarse caer en su asiento.

Tras abrocharse el cinturón de seguridad, ella se inclinó hacia delante y empezó a rebuscar en su bolso. Sacó una revista, que tenía algo que ver con la industria de la joyería, y empezó a hojearla. Precios, pensó Pedro, que había estado observándola. Esa dama y las chucherías parecían ser un todo. Con los ojos entrecerrados, continuó con su cauteloso examen, sintiendo cada vez mayor curiosidad. La intuición le dijo que esa mujer representaba un peligro para él, pero no le hizo caso. Disgustado por sus pensamientos y la reacción absurda hacia esa mujer, desvió su atención a las actividades que estaban teniendo lugar dentro del avión. Las azafatas recorrían el pasillo de un extremo a otro, comprobando los cinturones de seguridad, y otras cosas pertinentes al despegue. Muchos pasajeros ya se habían quedado dormidos. Otros leían o charlaban.

Pedro se frotó la frente, deseando que el vuelo hubiese finalizado y él estuviese en su camioneta de camino al rancho. No podía esperar para empezar a aplicar las técnicas que había aprendido en Little Rock. Su amigo y vecino más cercano, Ariel Liscomb, estaría interesado, ya que también estaba trabajando con ganado Brahngus. Y más que todo, no podía esperar a salir de ese maldito avión, lejos de esa mujer de olor dulce que hacía estragos en sus hormonas. No supo cómo se dió cuenta de que ella le estaba mirando, pero fue así. De mala gana, la miró. Ella estaba sonriendo.

—Soy Paula Chaves.

Un nombre elegante para una mujer con clase, pensó de forma inconsciente Pedro.

—Pedro Alfonso—murmuró.

Incluso a él mismo, el tono de su voz le pareció rudo. Tosió y miró hacia otro lado, seguro de que ella había captado la indirecta de que no quería ser molestado. Pero no lo hizo. Se inclinó más hacia delante.

—¿Cree usted que el tiempo se mantendrá así?

—No sabría decirlo.

Para su desaliento, esa vez tampoco cogió la indirecta. Permaneció donde estaba, tan cerca que el perfume que llevaba parecía estar impregnado en la piel de Pedro. Él se movió violento en su asiento. Las largas piernas del hombre no estaban hechas para sitios tan pequeños. Pero sabía que no era el asiento lo que le hacía estar incómodo y le estaba enfureciendo.

—No me hace ninguna gracia tener que despegar cuando el cielo está encapotado, como ahora —dijo ella, charlando animadamente como si él le estuviera prestando total atención—. ¿Y a usted?

Pedro se aclaró la garganta y habló despacio.

—No tengo opinión al respecto, señorita.

—¿Le estoy molestando? —preguntó ella sin rodeos.

Sobresaltado, Pedro levantó la cabeza, lo suficiente para que sus miradas se encontraran. Ella tenía los ojos azules más grandes y francos que nunca había visto.

—¿Es siempre tan directa? —preguntó Pedro con la misma franqueza.

Las delicadas facciones de la mujer adoptaron una expresión calmada. Sólo sus ojos, de espesas pestañas, delataban que estaba intranquila.

—¿Y bien?

Enrojeció ligeramente y soltó una risa.

—Normalmente no —dijo mirando hacia otro lado, y de nuevo a él, claramente incómoda bajo la mirada directa de Pedro.

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