miércoles, 22 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 20

—¿Y bien?

—¿Bien qué?

Francisco Liscomb lanzó un bufido.

—¡Ah, diablos, chaval! No te hagas el tonto.

Francisco era la única persona que podía llamar chaval a Pedro sin salir castigado.

—Yo tampoco te voy a dejar en paz esta vez hasta que nos lo cuentes —añadió con dulzura Diana, su esposa.

Pedro descansó en ella su mirada suave.

—¿Quieres decir que te vas a poner al lado de este vejete?

Diana sonrió, pero sus ojos eran serios.

—Esta vez, sí. Cuando nos llamaste y nos dijiste que tenías una invitada, una mujer a la que no conocías, me quedé demasiado sorprendida como para hacer preguntas. Pero ahora ya las puedo hacer.

Aparte de Sergio Holt, su ex compañero en el Departamento, Francisco y Diana eran los únicos amigos que tenía. Generalmente no le gustaba que la gente se metiera en sus asuntos. Pero con ellos esa regla no se aplicaba. Se lo toleraba porque eran personas buenas y auténticas y se preocupaban por él realmente.

Dos días después de que él se hubiera hecho cargo del rancho por primera vez, ellos habían ido a visitarlo para darle la bienvenida. Sus tierras, de varios cientos de acres, estaban a cuatro kilómetros al sur de las suyas. Mientras él estaba luchando para empezar, Francisco ya estaba acomodado. Pedro sospechaba que su vecino era millonario. Había tenido éxito con el petróleo antes de que el mercado colapsara. Era una pena que no tuviesen hijos para que continuasen su trabajo; el único que tuvieron perdió la vida en un accidente de coche. De todas formas no daban la impresión de ser ricos. No había en ellos ni un sólo gramo de pretensión.

Francisco era tan alto como Diana bajita. los dos eran esbeltos, exceptuando la panza de Francisco. A los sesenta años, su barba gris estaba muy poblada y su voz ronca manifestaba su amor por la cerveza. Diana, por el contrario, tenía la voz suave y muy atrayente, de aspecto tranquilo y pelo corto salpicado de tonos grises. Los dos eran amables y generosos en extremo. Y le gustara o no a Pedro, le habían acogido en su regazo. Diana no paraba de decir que iban a humanizarlo, a integrarlo en la vida. Él lo dudaba. A él le gustaba su vida tal y como era y no veía razón para cambiarla. Y cuanto antes se librara de su invitada, antes podría continuar con ella. Aunque de todas formas tenía que explicarles quién era ella y por qué estaba allí. Pero simplemente pensar en Paula y su reacción cuando llegaron al rancho pocas horas antes hacía que su corazón latiese con fuerza. A pesar de su juramento de no dar importancia a lo que ella pensara, se dió cuenta de que sí le importó. El cuarto de estar parecía una pocilga, peor de lo que él lo recordaba. Pero Paula pareció no darse cuenta, y si lo hizo, no dijo nada. Su cara reflejaba cansancio, y la principal prioridad había sido llevarla a la habitación para que pudiera acostarse. Él se había quedado de pie apoyado en la puerta y mirándola.

—Eh… ¿Necesitas algo? ¿Una taza de café?

Una ligera sonrisa relajó los labios de Paula, pero Pedro se dió cuenta de que no le miró. Ella sentía la tensión en el aire tanto como él.

—No, estoy bien. Sólo quiero descansar un rato.

—Por supuesto, pero si necesitas algo…

—Gracias —murmuró Paula.

Eso había sucedido varias horas antes, y aún seguía durmiendo. Mientras tanto, había llamado a Francisco y Diana para decirles que estaba bien y para pedir a Diana que comprara algo de ropa para Paula, y otros artículos necesarios para las necesidades femeninas. Él había planeado comprar las cosas, pero no quería dejarla sola. Parecía tan frágil…

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