miércoles, 30 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 32

Ella negó con la cabeza.

—Vayas a donde vayas, siempre podré encontrarte —le dijo en un tono que apenas si podía reconocer como propio.

—Si tienes sentimientos hacia mí, no lo harás —dijo Paula, con sus ojos turquesa de mirada suplicante—. Yo... El taxi ya debería estar aquí.

Cuando abría la puerta un taxi blanco se detenía precisamente delante de la casa y tocaba el claxon.

—Adiós, Pepe. Cuídate —murmuró ella.

Entonces agarró sus cosas, se metió en el taxi y desapareció de su vista. Pedro cerró la puerta. Las gruesas paredes de su casa ahogaban la mayor parte de los ruidos de la calle. ¿Sería posible sentirse tan tremendamente solo? Descolgó la cazadora del perchero y salió, perdiéndose al momento en el jaleo de las callejas de Florencia. El taxi había desaparecido. Caminaba sin ver. Ni siquiera la fabulosa Piazza del Duomo tuvo la habilidad de conmoverlo. Había dejado marchar a la única mujer que había llegado a movilizarlo de un modo del que ni siquiera se había creído capaz. A las siete de la mañana del día siguiente, estaba dormido, sumido en un sueño muy desagradable. El sonido de un timbre lo despertó y  se incorporó rápidamente, todo sudoroso.

Era el timbre del teléfono.

—Alfonso—dijo con voz ronca.

—¿Pepe?

 Él se aclaró la voz.

—¿Clea?

—¿Estás bien?

—Estaba dormido. ¿Dónde estás?

—Estoy en el aeropuerto y...

 —Claro, ¿dónde ibas a estar? Eso es lo que mejor se te da en la vida, ¿No?

—¡Quieres callarte un momento y escucharme! Quiero que quedemos en París; el martes a cenar, en La Marguerite. ¿Lo conoces?

—Todo el mundo lo conoce. Es el mejor restaurante de París. La respuesta es no.

—Mira, sé que anoche no lo hice bien y lo siento. No estoy jugando contigo, de verdad que no. Hay alguien a quien quiero que conozcas —le dijo de manera atropellada—. Suele cenar los martes en La Marguerite. Te ayudaría a entender por qué soy como soy; por eso te lo estoy sugiriendo.

Pedro se frotó los ojos, tratando con todas sus fuerzas de ahuyentar el miedo y la aprensión que le había provocado la pesadilla.

—De acuerdo —dijo por fin en tono seco—. ¿A qué hora?

—A las ocho y media. Yo me ocuparé de hacer la reserva... Gracias, Pepe —se produjo una breve pausa durante la cual se oyó un vuelo que se anunciaba por megafonía—. Tengo que marcharme; están avisando para embarcar. Te veré el martes.

Pedro colgó y se levantó de la cama. Finalmente ella estaba tomando la iniciativa. En tres días conocería al responsable de su miedo al compromiso. De no haber estado tan aturdido por el horror de su pesadilla, le habría dicho lo valiente que le había parecido su gesto y lo mucho que apreciaba que lo hubiera llamado. ¿No era el primer atisbo de apertura por parte de ella? Siguió pensativo. Ella estaba dispuesta a hablarle de su pasado, a exponer las heridas que tan hondo la habían tocado. Él no podía añadir nada a ese dolor. No podía dejarla tirada, como había dicho ella. ¿Pero si se embarcaban en una aventura, cómo podía evitar hacerle daño? ¿Casándose con ella? Eso no podía hacerlo si no la amaba. Se dijo que debía ir con cautela. ¿Y si ponía las necesidades de ella por delante de las suyas propias de momento? Era una manera de ver las cosas, totalmente nueva para él: una que apenas entendía y que le daba un miedo terrorífico. La luz del sol iluminaba el Duomo. A través del cristal contempló el fluir incesante del tráfico. Rápidamente buscó su agenda electrónica en el bolsillo del pantalón. Tenía que hacer algunos cambios para poder estar en París el martes. No le importaba cancelar lo que hiciera falta con tal de tener la oportunidad de entender por qué Paula era así.

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