miércoles, 30 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 30

—¿Quieres decir sexual?

—Por supuesto.

—¿Con qué clase de hombres sales tú? —explotó él.

—Con los que me piden un taxi y me envían de vuelta a mi hotel. Sola. Que era lo que quería que hicieras tú.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que soy distinto a los demás?

Pasados unos segundos de silencio, ella se dirigió a él.

 —¿Por qué razón no te fuiste conmigo a la cama en Copenhague?

—Te lo he dicho; no pienso meterme en la cama contigo mientras salgas con otros hombres de distintos rincones de Europa. Los dos merecemos algo más que eso. Te comprometerás conmigo mientras dure nuestra aventura... O no habrá nada.

Ella saltó de inmediato.

—¿Y quién de nosotros decide que la aventura se ha terminado?

Pedro no tenía ni idea.

—Ya discutiremos de eso más adelante —dijo él, sabiendo que era una respuesta pobre.

Ella retiró la silla.

—Detesto esta conversación.

—¿Porque no me estoy lanzando sobre tí como todos los demás?

—Porque tarde o temprano me tirarás por la borda como has hecho con todas tus demás mujeres. Así que yo voy a dejarte primero; ahora mismo.

—Claro, huye. Eso se te da bien.

—Sí, es cierto. Se llama instinto de supervivencia.


Se puso de pie. Estaba enfadada y muy triste. Pedro también se puso de pie:

—Te estoy ofreciendo los mejores regalos de mi cuerpo, Pau. Seré tan bueno contigo como me sea posible y te daré todo el placer de que soy capaz. Pero no te estoy ofreciendo el matrimonio, ni te compartiré con nadie más.

«Los mejores regalos de mi cuerpo...» El ardor que sintió repentinamente fue tan intenso que pensó que se desmayaría otra vez.

—Voy arriba a cambiarme —le dijo con inquietud—. Luego me marcho a mi hotel.

Pedro le dejó pasar, respirando con agitación. Le daría cinco minutos, pero entonces iría a buscarla.

Tras guardar el resto de la sopa en un recipiente, cargó el lavavajillas, salió de la cocina y subió las escaleras a toda prisa. A la puerta de su dormitorio se detuvo un momento para serenarse; alarmado, se dió cuenta de que veía el reflejo de Paula en el espejo. Estaba de pie junto a la cama con un traje marrón chocolate, con una falda varios centímetros por encima de la rodilla. La chaqueta se ceñía amorosamente a su cuerpo. Tenía el suéter de él pegado a la cara, aspirando su olor, con los ojos cerrados. Entonces, con un gesto que lo sorprendió por lo inesperado, tiró el suéter en la cama y se agachó a ponerse los zapatos. Entonces Pedro entró en el dormitorio.

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