miércoles, 16 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 47

—Podrías haberme comprado el diamante más grande de la tienda, pero me has comprado algo que sabías que me iba a gustar —sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No llores, Pau.

—Lloro porque estoy felíz. Pero, Pepe, yo no te he comprado nada. Tenía miedo de hacerlo. Tenía miedo de la boda.

Él giró la alianza.

—La inscripción del anillo, ¿Qué quería decir? —preguntó Pedro.

—El primer regalo fuí yo. El segundo, el bebé.

Regalos sin precio, pensó Pedro. Regalos que no se pueden comprar. Él no supo qué decir. La tomó en sus brazos y respiró la fragancia de su piel, que tan bien conocía.

—Mañana, podemos caminar por la playa, y hacer el amor bajo las estrellas.

—Es un plan que me gusta —dijo ella, y lo besó con tanta confianza, que Pedro sintió un nudo en el pecho.

Él no sabía si el nudo era emoción. Era una sensación nueva para él, algo que no había sentido con otra mujer. No lo sabía. Pero sabía que estaba donde quería estar en la cama con Paula, abrazada a él, con el cuerpo relajado, y la respiración serena con el ritmo del sueño. «Realmente un regalo sin precio», se quedó pensando antes de dormirse él también.

La noche siguiente había luna llena y un cielo estrellado que parecía poder tocarse. Pedro había querido ir a nadar, pero como ella se sentía perezosa, lo había dejado ir solo. Y media hora más tarde fue a encontrarse con él. La arena estaba suave debajo de sus pies, y el ruido de las olas era hipnótico. No veía a Pedro. Sabía que él era un experimentado nadador, a quien le gustaba adentrarse en el mar. Se oía música desde el complejo turístico. Pedro le había dicho que irían al día siguiente a cenar allí. Ella prefería comer en el búngalo. Todavía no tenía ganas de ver gente.

Miró hacia el mar, buscando la cabeza de Pedro en el agua. El agua estaba en calma. No veía nada. Algo preocupada, se acercó para mirar más de cerca. Nada. Su toalla estaba en la arena todavía. Lo que quería decir que no se habría vuelto al búngalo. De todos modos, de haber sido así, ella lo habría visto. De pronto, todos los peligros del mar se le cruzaron por la mente: lo podría haber picado una raya; o haber tenido un calambre y haberse ahogado; ser víctima de un tiburón. Aterrorizada volvió a rastrear el mar con la mirada.

Nada.

Paula gritó su nombre al borde del mar. Sabía que no tenía sentido meterse al mar a buscarlo. Sería mejor pedir ayuda. Miró alrededor: palmeras, y entre ellas una luz. Era la casa de Marisa. Esta sabría qué hacer. Empezó a correr. Mientras corría, tuvo una revelación: lo amaba. Amaba a Pedro con todo su corazón. No podía perderlo. Una pérdida así sería insoportable. Al llegar a las palmeras y la vegetación, se le empezaron a clavar piedras en las suelas de los zapatos. Siguió corriendo. La luz estaba algo más cerca. Luego, al doblar una esquina, vió una figura morena y alta. Gritó y se detuvo de pronto.

—¿Pau? ¿Te has hecho daño?

Pedro estaba allí. No se había ahogado. Ni había sido devorado por los tiburones. Se balanceó, la cabeza le daba vueltas. Se iba a desmayar. Sintió que Pedro la sujetaba por la cintura. Le hizo agachar la cabeza entre sus piernas.

—Respira —le ordenó Pedro.

Lentamente el mundo volvió a ponerse en su sitio.

—Cuando fui a la playa me encontré con que tu toalla estaba allí, pero tú no estabas —su respiración estaba entrecortada por sollozos—. Pensé que te habías ahogado. O que te habían atrapado los tiburones.

—Me he encontrado con David, el marido de Marisa. No me he dado cuenta de que podrías bajar a buscarme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario