viernes, 25 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 14

—¿Haces esto con todas las mujeres a las que conoces?

—Nunca me ha hecho falta hacerlo.

—¿Entonces por qué te estás molestando ahora?

—Pau, no quiero tantear el terreno —dijo él a la fuerza—. En éste momento es a tí a quien deseo. A tí, exclusivamente. Porque en el fondo no creo que seas una cobarde.

—Tan sólo sexista —le dijo con un destello de desafío.

—¿No te aburres de tantear el terreno? —le preguntó Pedro.

Ella respondió en tono grosero.

—De momento, no me he aburrido contigo.

—Entonces me atreveré a algo más; haz la prueba conmigo hasta que te aburras — Pedro deslizó sobre la mesa un trozo de papel—. El número de mi asistente personal en Nueva York. Se llama Antonio y siempre sabe dónde localizarme.

Ella se quedó mirando el trozo de papel, como si fuera a levantarse y a morderla. ¿Pero qué había sido de su segunda estrategia de defensa? Pedro se le había adelantado, incitándola a que saliera con él. Peor aún, a que se fuera a la cama con él.

—No me interesa tu dinero —le soltó ella mientras trataba de pensar con claridad—. Yo tengo bastante.

—En ningún momento he pensado que te interesara mi dinero.

«La prueba», pensó ella. «Ahora es el momento. Hazlo, Pau». Ella levantó la vista, y con acento pronunciado, como siempre le pasaba cuando estaba angustiada, se dirigió a él.

—Muy bien, Pedro... Yo también soy capaz de proponerte un reto.

—Adelante —dijo él.

—Encontrémonos en El Genoese, en Montecarlo, dentro de tres semanas; por la tarde, a partir de las siete y media; un miércoles, un jueves o un viernes.

—Dime el día —dijo él.

—Ah —le dijo ella con suavidad—, es parte del reto. No voy a decirte qué día. O bien merezco la pena, o no... ¿Cuál eliges?

—¿Pero aparecerás? —le preguntó Pedro. En sus ojos había destellos de fuego.

—Te doy mi palabra —respondió ella.

—Entonces te esperaré.

—Está abierto hasta las dos de la mañana, y la música es ensordecedora —dijo ella con una sonrisa maliciosa—. No esperarás. Ningún hombre lo haría. Sobre todo cuando el mundo está lleno de mujeres bellas instantáneamente disponibles.

—No te valoras lo suficiente —dijo él; entonces trazó la suave curva de su labio, hasta percibir un ligero temblor—. Esperaré —añadió Pedro.

El miedo que le corrió por las venas la angustió. Él no esperaría. Juraría que Pedro Alfonso jamás había tenido que esperar a ninguna mujer.

—Si no conoces Montecarlo, cualquiera puede dirigirte al Genoese.

—¿Montecarlo, donde la vida es un juego y las apuestas son altas?

—¿Las apuestas son altas? Tal vez para tí... Para mí no —dijo ella.

Lo cual era otra mentira.

 —No estaría donde estoy hoy si no supiera jugar, Pau... Mañana le daré a Antonio tu nombre. Sólo tienes que mencionárselo y él se encargará de que yo reciba los mensajes que le des para mí.

—Debo de estar loca para sugerir un encuentro entre nosotros —dijo ella en un tono tan bajo que Pedro apenas la oyó—. Incluso una reunión a la que no asistirás.

Ella parecía agotada. Pedro apuró el whisky.

—Termina —le dijo él—, y te acompaño al vestíbulo. Después me pondré en camino; mi vuelo es mañana por la mañana, temprano.

Ella le miró con expresión remota.

—¿Entonces esta noche no vas a intentar nada conmigo?

Él apretó la mandíbula.

—No juego cuando no tengo buenas cartas.

—En cualquier mesa serías un oponente temible.

 Él retiró la silla.

—Me lo tomaré como un elogio. Vamos, estás hecha puré.

—¿Hecha puré? No sé lo que significa eso, pero no suena muy bien.

Él le tomó la mano y tiró de ella. De pie, muy cerca de ella, acariciándole las facciones con la mirada, le dijo en tono ronco.

—Significa que estás agotada. Que te hace falta dormir bien. Cuando tú y yo compartamos cama, el sueño no será una prioridad.

—¿Cuando compartamos cama? —le dijo ella mientras lo miraba con sorpresa—. No me gusta que me subestimen.

Él tenía unos ojos de un atrayente azul intenso, profundos e inescrutables; unos ojos carismáticos que la atraían como un imán, como si no fuera dueña de su pensamiento. Sintió que se balanceaba imperceptiblemente hacia él mientras un incipiente deseo despertaba en su interior y tiraba por la borda todas sus defensas. Ella se puso de puntillas y rozó sus labios con los suyos, con la suavidad de un ala de mariposa y con la misma ligereza se apartó de él. A Paula le latía el corazón con fuerza, y horrorizada se dijo que de poco le había servido mantener las distancias con él hasta ese momento. ¿Pero qué demonios le pasaba? Por una vez Pedro se quedó sin palabras. Impulsivamente le tomó la mano, que besó con suave y prolongado placer sin apartar la vista de sus mejillas encendidas. Entonces echó mano de todo el aguante que poseía y rodeándole los hombros con el brazo, la condujo de nuevo al vestíbulo, donde la luz de la araña de cristal resultaba excesivamente fuerte.

—El Genoese. Dentro de tres semanas. Si necesitas algo entretanto, llámame.

—No te voy a llamar —dijo Paula mientras se daba la vuelta y cruzaba el espacioso hall alfombrado hasta los ascensores.

Y no lo haría.

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