viernes, 18 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 52

No había oponente en los negocios que le hiciera perder el equilibrio. Pero aquello era distinto. Aquella mujer rubia le hacía sentir hasta culpa.

—Estoy trabajando para que la herencia de mi hijo sea provechosa.

—Tal vez para un niño sea mejor tener un padre que tener una herencia — contestó ella—. Aunque no puedas molestarte en estar más tiempo en casa por su madre.

—Uno de los motivos por los que he tenido tanto éxito en los negocios es que nunca he dejado que me distrajeran de ellos. Y no voy a cambiar ahora.

—Bien —dijo ella con la misma resignación a la que se había acostumbrado al casarse con Pedro—. Haz como quieras. Cenaré con Marcos en Toronto esta noche, y luego iré a Los Robles a visitar a mi madre y a tu padre.

—¿Con Marcos? —preguntó él.

—Tu primo —dijo ella con fingida paciencia.

—Sé quien es. ¿Cómo sabes que está en Toronto?

 —Me envió un fax a Londres.

—¿O sea que estás en contacto con él regularmente? —preguntó Pedro, celoso.

—No, claro que no. Almorzamos juntos una vez en el aeropuerto de Vancouver cuando tú estabas en el Lejano Oriente. Ha sido la única vez que lo he visto desde el cumpleaños de tu padre. Pero me cae bien Marcos. Es divertido.

—¿Quiere decir eso que yo no lo soy?

—¡No he dicho eso, Pedro!

La idea de que Paula estuviera con otro hombre le hacía sentirse enfermo. ¿Qué había pasado con su control?

—Un almuerzo en el aeropuerto no es lo mismo que una cena en Toronto. ¿Dónde te vas a quedar?

—Si no confías en mí, puedes contratar a un detective privado.

Pedro vió el gesto de dolor que reemplazaba a la rabia en la cara de Paula.

—Por supuesto que confío en tí —dijo él.

—No lo parece —ella se puso de pie—. No puedo seguir aguantando esto. Ganas otra vez, Pedro. Tomaré un vuelo directo a Vancouver. Avísame cuándo vas a volver. Perdona, voy a llamar a la compañía aérea.

Ella se fue al dormitorio y cerró la puerta.


Paula llevaba cuatro días en Vancouver cuando tuvo una visita. Había volado directamente desde Montreal, y les había dicho a Horacio y a Alejandra que no se encontraba bien y que prefería irse a casa. Jared y ella se habían despedido civilizadamente, aunque ella se había sentido enfadada y dolida. El haberse enamorado era la cosa más estúpida que había hecho en su vida.

Pero no sabía cómo desenamorarse.

El tiempo estaba lluvioso, gris como su estado de ánimo. Pero ella se pasaba el día en el salón de invierno, que era el único sitio que soportaba. Escribió los informes de las conferencias en el ordenador y luego hizo planes para mejorar su francés y su alemán después de navidades. Realmente se alegraba de dejar los viajes. El estrés de su trabajo había empezado a afectarla en el último año. Estaba regando las plantas cuando Sara apareció y le dijo:

—Ha venido alguien a verla, señora Alfonso. Su nombre es Pamela Lamont.

Se le derramó agua de la regadera fuera del tiesto. Paula se agachó para secarla. ¿Qué quería Pamela?

—Hazla pasar, Sara. ¿Y quizás puedas traernos un café?

Se irguió y se pasó los dedos por el pelo. Pamela entró y Sara fue a preparar el café.

—¡Qué alegría verte, Pamela… y qué bien estás! —dijo Paula.

Pamela llevaba un traje de diseño de chaqueta y pantalón en lana azul marino.

—Me alegro de haberte encontrado en casa —dijo Pamela con una sonrisa que apenas movió sus labios—. Pepe me dijo que estabas aquí.

Paula hizo como que aquella información no la había afectado y dijo:

—Siéntate… Sara nos traerá café. ¿A que el tiempo está horrible?

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