viernes, 25 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 13

—Qué poco romántico —dijo ella.

Mientras él la ayudaba a sentarse en su coche de alquiler, un Porsche plateado, la raja de su falda dejó entrever sus piernas y el brillo de sus medias iridiscentes. Se tomó su tiempo mientras colocaba los pies correctamente bajo el salpicadero y se colocaba la falda.

—Gracias —le dijo con toda la compostura del mundo.

Pedro aspiró hondo, cerró la puerta y se acercó al lado del conductor. Su próxima tarea era convencerla de que iba a convertirse en su amante. ¡Y por Dios que lo lograría!.

—Te invito a una copa en el hotel —dijo él antes de salir a la calle.

Paula había tenido algo de tiempo para serenarse y ordenar sus pensamientos. Decidió que había llegado el momento de mostrar su segundo perfil defensivo; uno que no tendría escrúpulos en utilizar con Pedro. Ella lo llamaba «la prueba», y pocas veces le había fallado. Estaba segura de que funcionaría con Pedro Alfonso, un hombre acostumbrado a estar al mando.

—Una copa no me vendría mal —dijo ella.

—Vaya, qué fácil —comentó Pedro.

 —Me disgusta ser previsible.

—No tienes por qué preocuparte por eso.

Había pasado la primera barrera, se decía Pedro para sus adentros, concentrado en su conducción. Tras dejarle el coche al portero del hotel, condujo a Paula hacia un opulento vestíbulo. El mármol, la caoba, las alfombras orientales y una profusión de plantas tropicales declaraban sin sutilidad alguna, que no se había reparado en gastos.

—Habría imaginado que algo menos ostentoso sería más de tu gusto.

—Mariana me hizo la reserva.

Era sin duda el tipo de sitio que le gustaba a su amiga. En el bar, una mujer interpretaba una melodía de jazz mientras paseaba los dedos por las teclas de un piano de cola. Avanzaron hacia una mesa que se hallaba cerca de las cortinas de terciopelo rojo oscuro con sus borlones dorados. Pedro esperó hasta que un camarero les llevó las consumiciones para empezar a hablar.

—Los recortes de periódico que me enseñaste me sorprendieron, Pau, como sin duda tú pretendías. Tampoco me gustaron tus condiciones. Pero me dí por vencido con demasiada facilidad.

Ella dió un delicado sorbo de su Martini.

—Estás acostumbrado a que las mujeres te persigan.

—Tengo mucho dinero y es un potente afrodisíaco.

Ella arqueó las cejas.

—¿Entonces quién es el cínico ahora?

Él se echó hacia delante y habló con toda la fuerza de su persona.

—Pau, te deseo en mi cama... y estoy convencido de que tú también lo deseas. Yo viajo mucho, podemos encontrarnos donde tú quieras.

—Yo tanteo el terreno, me lo paso bien y continúo —dijo Paula, detestando su mentira—. Eso es lo que te he dicho esta mañana y nada ha cambiado. Puedes darme tu número de teléfono, si quieres... Si no tengo nada que hacer, te llamaré.

¿Así que ella lo incluía en lo que ella llamaba «el terreno»?

—Te reto a que conciertes una cita conmigo —dijo Pedro, arqueando una ceja—. Aún más, te reto a que me conozcas. Dentro y fuera de la cama.

A ella se le movieron las aletas de la naríz.

—Te estás comportando de un modo muy infantil —dijo ella.

—¿De verdad? Si dejamos de arriesgarnos, algo en nosotros muere.

—¡Los riesgos pueden matar!

—Te aseguro que no tengo el homicidio en mente.

—Los hombres no se quedan el tiempo suficiente para que las mujeres lleguen a conocerlos —dijo Paula con la respiración agitada.

—Las generalizaciones son señal de una mente perezosa —dijo Pedro.

—Al menor problema, te largarás antes de que me dé tiempo a decir au revoir — dijo ella.

—Te muestras tanto sexista como cobarde —le dijo él.

Ella alzó el mentón rápidamente.

—¿Quién te ha dado derecho a juzgarme? —dijo Paula con rabia.

—Niégalo entonces.

—¡No soy ninguna cobarde!

—Demuéstramelo —dijo Pedro con un susurro aterciopelado—. O, mejor aún, demuéstratelo a tí misma.

—Estás hablando de que nos conozcamos —dijo Paula con inquietud—. Y, sin embargo, tú mismo has dicho que jamás dejas que ninguna mujer se te acerque lo suficientemente como para hacerte daño.

—Tal vez tú seas la excepción que confirma la regla. ¿Y cómo se suponía que debía interpretar eso?

—Me gusta mi vida tal y como es —dijo ella—. ¿Por qué debería cambiarla?

—Si no quisieras cambiarla, no estarías aquí sentada manteniendo esta conversación conmigo.

Él estaba equivocado. Totalmente equivocado.

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