lunes, 7 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 20

Nunca había perdido el control de semejante manera con una mujer. Había olvidado todas sus reglas. Todos los movimientos que orquestaban normalmente una seducción. Se pasó los dedos por el pelo admitiendo que Paula lo había desnudado no solo de su ropa. Le había quitado su poder, su control, su cultivado aislamiento.

Desde el momento en que la había visto con aquel vestido turquesa había decidido poseerla. No había pensado en nada más. Incluso había hablado de «domarla». Pero pensar en aquella palabra después de haber tenido en sus brazos a Paula habría sido una obscenidad. Ambos se habían comportado salvajemente, algo extraño, en él al menos. ¿Cómo podía saber cómo se comportaba Paula con otros hombres? Ella era una desconocida. Alguien a quien había conocido hacía menos de cuarenta y ocho horas.

Él también había querido venganza. Tan claramente como si ella estuviera delante de él, podía recordar la sonrisa de triunfo de Paula cuando la había visto con aquel vestido. ¿La había llevado a la cama solo por venganza? No. La había llevado porque no había podido controlarse. Porque le había gustado. ¿Que le gustaba? La había deseado, eso era todo. Ambas cosas, pensó. Su inteligencia, su carácter, su sentido del humor le había divertido. Todo eso lo había atraído. Le había gustado y había surgido una pasión desconocida para él.

Debía de haber estado loco. Paula Chaves lo había embrujado. Lo había seducido, lo había atontado. Y la venganza, en todo caso, había sido de ella, cuando él se había despertado en la cama vacía. Sintió rabia. Lo había usado. Lo había usado y se había marchado en mitad de la noche sin despedirse de él. Si estaba detrás de su dinero, había estropeado la historia. ¿O es que no le había gustado lo que habían hecho en la cama juntos? Tal vez la hubiera aburrido tanto que no hubiera tenido ganas de repetir. Ciertamente su técnica no había sido la mejor. Generalmente se enorgullecía de prolongar sus seducciones, paso a paso, asegurándose de que su pareja recibía tanto placer como él estaba dispuesto a dar, y siempre se aseguraba de que hubiera sido satisfecha. ¿Técnica? Con Paula no había tenido ninguna técnica. Se había abandonado a la pasión. Había puesto en ridículo todas sus reglas.

Tal vez ella hubiera fingido sus respuestas, todos esos gemidos de placer, la fuerza con la que lo había abrazado. Después de todo, ¿Qué sabía de ella? Era posible que tuviera un amante distinto cada semana, y que los abandonase tan fríamente como lo había hecho con él. Pero sus ojos, esos ojos azules cegadores… No podía haber fingido la alegría y calidez que había brillado en ellos. ¿O sí?

Pedro intentó no evocar los recuerdos de aquella noche. Las puntas rosadas de los pechos de Paula, los movimientos de sus caderas, sus piernas increíblemente largas… Se pasó las manos por la cara. Y en ese momento se dio cuenta de que la fragancia de Paula estaba impregnada en ellas, y que la deseaba tanto en aquel momento como la había deseado la noche anterior. Furioso consigo mismo y con Paula, fue al cuarto de baño, se quitó los pantalones y se metió en la ducha.


Diez días más tarde, Pedro estaba en su sillón de piel del estudio de su departamento de Upper East Side, leyendo una carta de información de una empresa de inversiones en bolsa. Eran las diez de la noche. Por los ventanales, entre la oscuridad de los árboles de Central Park, se veían las luces de Manhattan, más numerosas que las estrellas, y lo suficientemente brillantes como para eclipsarlas. Subrayó un par de oraciones y frunció el ceño. Sonó el teléfono. Sería mejor que no fuera Pamela. No estaba de humor para ella. Había cumplido su palabra y la había llevado al Plaza, y durante toda la noche había deseado que fuera Paula.

—¿Hola?

—Pepe…

—Papá… ¿Estás de vuelta?

—Hemos llegado anoche. Lo hemos pasado muy bien. A Alejandra le ha gustado mucho Paros e Ikaria.

«Seguro», pensó Pedro irónicamente.

—¿Estás en Los Robles o en Toronto?

—Estamos en casa. Paula está en Chile aún, así que no había motivo para ir a Toronto. Vuelve el viernes por la noche.

—Chile… —dijo Pedro.

—Sí… Ha ido por un asunto relacionado con el cobre. Vuelve a casa vía Nueva York. Quizás los pueda poner en contacto.

«De ningún modo», pensó Pedro.

—¿Por qué compañía vuela?

 Horacio  dijo como al pasar:

—Me pareció que en la boda ustedes dos se estaban besando…

—Bueno, ya sabes. Las bodas, con todo el estrés… Será agradable verla aunque solo sea en el aeropuerto. Por solidaridad familiar y todo eso —mintió.

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