lunes, 7 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 18

Desvergonzadamente hambrientos el uno del otro, y de sus caricias, Paula sintió el deseo de dar a Pedro tanto placer como ella estaba recibiendo. Tenían tiempo, pensó ella, todo el tiempo del mundo para hacer el amor de un modo superior a cualquier experiencia que hubiera tenido. Inundada de deseo, ella observó los músculos de sus hombros tensarse cuando él alzó la cabeza. En aquel momento él encontró la cremallera de los vaqueros de Paula, y se los quitó, dejándola solo con unas braguitas de encaje. Pedro le acarició la cintura y deslizó las manos hasta sus nalgas. Luego la apretó contra su erección.

—Ven a la cama conmigo, Pau—dijo él seductoramente y por segunda vez la alzó en brazos.

Entonces ella murmuró:

—Quisiera que esto durara eternamente, y deseo tanto que estés dentro de mí que apenas puedo respirar…

Pedro la llevó a un dormitorio cuyas altas ventanas proyectaban las sombras de las hojas bajo la luz de la luna. Él la dejó en la cama y luego se puso encima. Le besó los párpados cerrados, el cuello, los pechos, como si necesitase estamparse en su piel, tocar cada centímetro de su piel. Con una mano le quitó el minúsculo trozo de encaje. Luego, con exquisita suavidad, separó sus muslos, y jugó con sus húmedos pétalos femeninos hasta que ella se volvió loca de placer. Desesperada por sentirlo dentro de ella, Paula alargó la mano hasta la cintura del pantalón de Pedro y lo desnudó.

—Eres tan hermoso… —susurró con timidez Paula.

—Tócame, Pau —le dijo él, guiando su mano a través de su vientre, hasta la caliente suavidad de su masculinidad.

Ella cerró sus dedos alrededor de él, observando cómo se convulsionaba su cara, y de pronto sintió que no tenía ninguna necesidad de timidez. No en aquel momento, no con Pedro. Con un movimiento rápido,  se puso a horcajadas y luego se bajó hasta que él se deslizó dentro de ella.

Pedro se internó en Paula hasta hacerla gemir. Ella gritó su nombre cabalgando encima de él. Su cabeza estaba echada hacia adelante y su pelo casi ocultaba sus pechos. Pedro la sujetaba por la cadera. Sujetándola aún,  rodó con ella hasta ponerse cara a cara.

—Esto va muy rápido —musitó él—. Quiero que…

Ella lo rodeó con sus piernas para satisfacer su deseo de sentirlo más dentro de ella.

—No… no, ahora, Pepe. Ahora… Por favor —murmuró ella. Sus palabras fueron como un catalizador. Él se internó en ella una y otra vez, encontrando un ritmo común que los hizo estallar en una explosión como nunca habían experimentado. Ella gritó el nombre de Pedro y con alegría y goce sintió que él se derramaba en ella. Lo abrazó fuertemente, cerró los ojos y escuchó el latido de su corazón al ritmo del suyo propio.

«… hasta que los dos se vuelvan una sola carne…», Paula  recordó las palabras del sacerdote. Ya comprendía lo que significaba aquello. ¡Qué extraño que hubiera tenido que esperar tanto tiempo para saberlo!

—Pau, ¿estás bien? —le preguntó Pedro.

Paula abrió los ojos. El pecho de Pedro aún subía y bajaba. Tenía una gota de sudor en la frente.

—¿Bien? —preguntó ella—. No.

—Hacía mucho tiempo que no… Estaba muy…

—¿Dices si estoy bien? —preguntó ella tiernamente—. No es la palabra adecuada, Pepe. Me siento mucho mejor que bien. Me siento maravillosamente, extasiada —ella se estiró provocativamente, como una gata. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó apasionadamente.

Él le respondió de igual manera. Ella se volvió a excitar. Mordió suavemente los labios de Pedro y dijo con entusiasmo:

—Podríamos hacerlo otra vez, si quieres.

—¡Oh, sí quiero! —sonrió él con una sonrisa picara que despertó la ternura de Paula—. ¿Hacía mucho tiempo que no lo hacías tú también?

—Mucho tiempo. Unos siete años.

Pedro se movió y quedó encima de ella, apoyándose en los codos.

—Así que quieres hacerlo otra vez, ¿No es así, Paula Chaves?

Ella le acarició la espalda hasta sus duras nalgas.

—Sé que estás listo —dijo ella pícaramente.

—No puedo ocultarlo —su sonrisa se borró de su cara y luego agregó—: Me haces sentir como si no hubiera hecho esto nunca… ¿Qué tienes que es tan diferente de cualquier otra?

Paula no quería pensar en otras mujeres en brazos de Pedro. No quería pensar en las mujeres de su pasado ni en las de su futuro. Instintivamente le puso un dedo en los labios y lo acalló.

—No digas nada. No necesitamos las palabras. Por una noche nos pertenecemos el uno al otro, Pepe. Solo una noche. Hazme el amor… Y deja que te haga el amor.

—No hay nada que desee más —dijo él y le dió un beso suave en los párpados.

Ella sintió el tacto suave de sus labios en su cara, en su cuello. Le acarició la espalda y los hombros, tratando de memorizarlos, se llenó el olfato de la fragancia del cuerpo de Pedro y de aquel acto de amor. ¿Cómo podía no ser amor aquello?

Pedro acarició sus pechos y jugó con sus pezones hasta que ella retorció sus caderas y gimió de placer. Cuando él la levantó, ella se entregó a su abrazo. Luego la llevó en brazos por la habitación, la dejó en el suelo, de pie, frente a un gran espejode la puerta del baño. Paula vió a una mujer que no reconoció. Una criatura resplandeciente cuyos pálidos miembros estaban eclipsados por los músculos bronceados de Pedro, por la altura de él, por aquel aire de triunfo masculino por sentirla suya. Ella lo observó cómo le tomaba los pechos, hundía su cara en su pelo y temblaba con un hambre primitiva. Se dió la vuelta, y lo besó hasta que no pudo respirar. Luego, en el espejo, lo vió deslizar su boca por su cuerpo, pasar por sus pezones, por su vientre, hasta la juntura de sus piernas. Ella echó la cabeza hacia atrás y pronunció su nombre, perdida en la dulce locura de su rendición. Pero antes de que pudiera caer en el abismo, él la levantó y la llevó a la cama. La puso encima de él. Con un gemido, Pedro le besó los dedos y luego su boca.

Ella rozó el vello áspero de su pecho con sus senos y sus piernas. Luego empezó su propia exploración sensual, notando que Pedro le entregaba su cuerpo. Su vulnerabilidad era un regalo. Ella no podría haber abusado de aquel regalo. Solo quería disfrutar de su cuerpo todo lo posible y devolvérselo. Las manos de ella, su boca y las curvas de su cuerpo eran su regalo para él. Con ellos, ella pensaba excitarlo hasta la cima del placer, adonde él la había transportado antes.

Paula le acarició el vello del ombligo y luego deslizó la mano más abajo. Suavemente ella lo tomó con su boca y lo oyó gemir. Él volvió a levantarla, la cubrió con su cuerpo, y se internó en ella. No había visto nunca un fuego tan intenso en la cara de un hombre. Él era conquistador y conquistado a la vez, pensó ella con orgullo, como lo era ella también. Luego, inexorablemente, ella sintió que su ritmo se acercaba al de él. Volvió a adentrarse en el éxtasis hasta la cumbre del goce y volver a descender a la quietud después del inmenso placer. La respiración de Pedro se fue aquietando gradualmente. Abrazados, Paula cerró los ojos y se abandonó al sueño que le trajo la saciedad y la satisfacción.

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