lunes, 28 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 24

—Nada de lo que me enseñes me va a convencer de que seas una mujer inestable y coqueta, que cambia de hombre como quien se cambia de zapatos. No concuerda con la Paula que estoy empezando a conocer: la que quiere dejar en libertad a unos pájaros, la que habla con unos adolescentes, la que ayuda a los demás —aspiró hondo—. Creo que ésa es la Paula verdadera.

—¡Estás complicándolo todo!

—Eres una pura contradicción, Pau. Según tú, te acuestas con cualquiera. Sin embargo, no me permites que me acerque a tí. Yo...

El camarero se acercó en ese momento con lo que habían pedido. Pedro se pasó la mano por el pelo. Se sentía frustrado, inquieto y confuso. Lo único que no tenía era hambre. Cuando el camarero desapareció, Paula alargó el brazo impulsivamente y colocó su mano sobre la de Pedro.

—Esto es lo que yo temía, hacerte daño —dijo ella con agitación—. Por eso hice lo posible por rechazarte la primera vez que nos conocimos.

Tenía los dedos finos y sin anillos y las uñas de un suave color rosado. Pedro vió sus finas venas azuladas bajo la piel marfileña. Como si no pudiera evitarlo, se llevó su mano a los labios y cerró los ojos mientras aspiraba su aroma y sentía el calor en su piel, íntimo y deseado. Se le aceleró el pulso y se excitó en un segundo. Cuando levantó la vista, la mirada de ella le llegó hondo; una mirada brillante de deseo y de anhelo desconsolado. En sus pestañas había lágrimas y sus ojos turquesa eran tan vulnerables como jamás los había visto. ¿Si una simple caricia la conmovía de tal modo, qué no le haría el acto de amor? Sólo había un modo de averiguarlo.

—No soy como el resto de tus hombres; no voy a reaccionar a tu capricho ni a desaparecer convenientemente cuando te parezca. Tú misma has dicho que soy diferente. ¿Así que, por qué no pruebas algo distinto? Radicalmente distinto. La exclusividad. Conmigo.

Ella retiró la mano y se enjugó las lágrimas, sabiendo que su caricia la había tocado en un lugar que ella hacía lo posible para que permaneciera intacto.

—Cada vez que estoy cerca de tí deseo tan desesperadamente hacer el amor... eso a pesar del miedo que me das. Pero yo no me comprometo, Pedro. Con nadie.

—Pasa las Navidades con mi familia y conmigo. Conóceme. Tal vez así podrás cambiar de opinión.

 Ella tomó el tenedor y sacó un mejillón del caparazón.

—Siempre paso las Navidades con unos amigos en Trinidad —le dijo en tono contenido—. Ni San Nicolás, ni pavo para cenar, ni nieve, ni niños.

—¿Nada de familia? —De familia menos.

Recordó cómo había tomado al pequeño en brazos; cómo ese niño se había reído con ella.

—¿No quieres tener hijos?

Ella se estremeció levemente.

—Tal vez algún día.

—Entonces vas a tener que comprometerte, ¿Verdad? —dijo él, y por una vez ella no supo qué responderle.

Él empezó a comer, notando que ella apenas había probado el vino esa noche. Era él quien tenía ganas de emborracharse. Estaba seguro de que jamás había conocido a una mujer tan testaruda como Paula Chaves.

Después de cenar tomaron un taxi al hotel; ella se sentó lo más lejos posible de él. El taxi se detuvo delante de un edificio rococó que albergaba un hotel llamado Den Lille Havfrue, La Sirenita.

—Era la hija de un rey del mar que se perdió cuando se enamoró de un humano — dijo Paula con cierto nerviosismo; entonces el pánico se apoderó de ella al ver que Pedro se echaba la mano al bolsillo para sacar la cartera—. No tienes necesidad de salir —le dijo apresuradamente.

—Te acompaño adentro —dijo él y pagó al taxista.

Paula no quería que Pedro la acompañara al hotel; sobre todo cuando su propio cuerpo la traicionaba de ese modo.

Cuando Paula empezó a charlar de por qué le gustaba el hotel y de lo céntrico que estaba, Pedro se dió cuenta de su nerviosismo. El portero de abrigo color ciruela oscuro les abrió la puerta para que accedieran al vestíbulo, donde unas columnas doradas rodeaban una mesa antigua con un ramo de lilas en el centro. Ella se volvió hacia Pedro y se dirigió a él en un tono más chillón que de costumbre.

—Buenas noches.

—No hemos quedado para nuestra próxima cita. Y no vamos a hacerlo en un lugar público. ¿En qué planta está tu habitación?

Tenía ganas de echarse a llorar o de ponerse a gritar, pero eso echaría por tierra la reputación de la que gozaba allí.

—Mi suite está en el último piso.

Cuando entraron en la suite, Pedro paseó la mirada por la habitación. Más elegancia rococó. La puerta del dormitorio estaba abierta de par en par. A través de ella, vió la amplia cama con un dosel y unas cortinas de brocado en color ciruela.

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