domingo, 27 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 21

El único deseo de él era consolarla, pensaba Pedro mientras le echaba el brazo por los hombros. El contacto, cálido, insufriblemente íntimo, sacó a Paula de su ensimismamiento; se retiró y lo miró con una expresión desprovista de emoción alguna.

—El taxi estará esperando —dijo ella.

—Que espere. ¿Qué ocurre?

—Estoy cansada, he bebido mucho vino y quiero estar sola.

—No me importa con cuántos hombres salgas, estás sola demasiado tiempo. En la jaula en que tú misma te has metido.

—¡Tú no sabes cómo es mi vida!

—Te he tratado lo suficiente como para hacer una suposición aproximada.

Con el semblante pálido de rabia y desesperada por alejarse de él, Paula dijo en tono furioso:

—Si alguna vez te cansas de los molinos de viento, puedes empezar con la psiquiatría.

Entonces se dió la vuelta y echó a andar apresuradamente a lo largo del estanque ornamental con su fuente de filigrana. A la puerta, cuando se detuvo, Pedro la alcanzó. El taxi estaba esperando, con el motor encendido. Él no estaba de humor para sutilezas.

—No puedes huir de mí —le dijo mientras la agarraba del brazo—. Lo sabes... y yo también.

—Puedo huir cuando yo quiera.

—Asegúrate de que acabas en el Tivoli de aquí a tres semanas.

 Con una explosiva mezcla de rabia y deseo, Paula le agarró la cara con una mano, clavándole al hacerlo las uñas en la piel y lo besó apasionadamente en la boca. Entonces abrió la puerta trasera del taxi y se sentó. Pedro le sujetó la puerta con la risa brillándole en los ojos.

—Para mí la tierra acaba de dar un vuelco. ¿Para tí también, Pau?

—He tomado demasiado vino —respondió deseando que fuera la verdad y le dió al taxista el nombre de su hotel—. Adiós, Pedro.

—Engañarse a uno mismo es muy peligroso —dijo él—. Te veo dentro de tres semanas.

Mientras él cerraba la puerta con suavidad notó que sus facciones eran un compendió de conflictivas emociones. El taxi se alejó y Pedro se quedó mirándolo hasta que las luces desaparecieron a la vuelta de la esquina.


Los loros seguirían en sus jaulas por la mañana. ¿Pero dónde estaría Paula? Copenhague a principios de diciembre le resultó inesperadamente gélido y una capa de varios centímetros de nieve alfombraba la ciudad. Había volado desde Latvia, así que llevaba un abrigo de piel vuelta y botas forradas de piel cuando cruzó la entrada principal brillantemente iluminada de los Jardines del Tívoli, en Vesterbrogade. Se sentía tan nervioso como un niño de siete años la mañana de Navidad. Paula había obsesionado sus pensamientos durante las tres últimas semanas. Sólo le quedaba buscar a San Nicolás. Y a ella. Como había llegado con cuarenta y cinco minutos de antelación, tenía muchísimo tiempo. Y aunque apenas hablaba unas frases en danés, la primera persona a la que preguntó le contestó en un inglés impecable y le dió las indicaciones que necesitaba. De modo que en diez minutos estaba de pie a un lado de un soportal que cobijaba una manada de renos, sacos de juguetes y a un San Nicolás vestido de rojo con una barba blanca y gafas de montura dorara. Un grupo de niños se arremolinaba alrededor de las rodillas de San Nicolás, mientras sus padres los observaban desde los laterales.

De detrás de un enorme trineo rojo salió una mujer con los brazos cargados de paquetes. Se los pasó a algunos de los ayudantes de San Nicolás y entonces se agachó para hablar con una niña. Otra niña la agarró de la manga y al momento un grupo de niños reía a su alrededor. Pedro permaneció muy quieto en las sombras del edifició. Ésa era una faceta de Paula que no había visto aún y que jamás habría sospechado. Parecía muy a gusto; parecía, pensaba Pedro, como si amara a los niños; y eso que ella era una mujer que no podía contemplar la posibilidad de comprometerse. Algo más que añadir al enigma que era Paula.

Entonces Paula echó un vistazo a su reloj y se puso de pie. Un niño pequeño estaba sentado en una de las rodillas de San Nicolás y lo tomó en brazos y se lo llevó a su madre. San Nicolás le dijo algo y ella se echó a reír y le dió un tirón de la barba. Entonces volvió a su tarea de sacar regalos del trineo. Bajo su traje rojo y su barba blanca, San Nicolás podría ser cualquiera. Por ejemplo, uno de los hombres con los que ella tanteaba el terreno.

Pedro miró su reloj. Eran las cinco menos cinco, hora de hacer su aparición. Así que entró en el soportal. Cuando Paula apareció de detrás del trineo para continuar pasando los regalos a los ayudantes, él le dijo con voz clara:

—Goddag, Pau. Es la mitad de lo que sé de danés.

Aunque Paula había estado esperándolo, se dió un pequeño susto al oír su voz, como siempre desconcertada por su mera presencia, tan cargada de aquel magnetismo animal.

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