miércoles, 9 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 25

—Fui yo la fácil. No te he costado más que un concierto y una cena. Espero que haya sido una ganga, Pedro… Espero que hayas conseguido algo que valiera el dinero. Es una pena que no vayas a conseguirlo otra vez, ¿No?

—Tal vez no quiera repetir.

De pronto Paula se sintió cansada de todo aquello. Estaba agotada y su rabia se desvaneció.

—¿Sabes que es lo que más odio? —preguntó, al borde de las lágrimas—. Que yo he sido una ingenua y me lo he creído. No te molestes en vestirte. No hace falta que me acompañes.

Y sin dignarse siquiera a mirar si quedaba parte de su ropa en el dormitorio, salió de la habitación y cerró la puerta.


«No eres un hombre rico en absoluto…» Pedro se quedó inmóvil. No era cierto. Tenía muchísimo dinero, y el poder que daba este. Y podía tener cualquier mujer que quisiera, y cuando quisiera. Incluso a pPula. Él la había deseado. Ella había pasado la noche en su cama, y esa vez ella se había marchado cuando él lo había dispuesto. ¿Qué más quería? Paula se había mostrado muy impresionada cuando él le había dicho que todo había sido por venganza. Impresionada. Devastada. Le había hecho daño, como si le hubiera clavado un cuchillo y lo hubiera retorcido. Aquel había sido su objetivo, ¿No? Hacer daño a Paula, como ella se lo había hecho habiendo desaparecido cuando él se había despertado en la cama vacía.

A través de la puerta cerrada, oyó que ella cerraba la puerta. Podría haberse puesto los pantalones e ir tras ella. Impedirle que se fuera. Pero no lo hizo. Se quedó inmóvil como una estatua, recordando lo generosamente que ella se había entregado a él, su risa seductora, su respiración agitada y gemidos rotos en el momento culminante. Lascivia, sexo. ¡Maldita sea! No había nada de malo en ambas cosas. Pero Paula y él no habían hecho el amor. Para hacer el amor había que saber algo acerca del amor. Estar enamorado. Él no se había enamorado nunca en sus treinta y ocho años. Y en cuanto al motivo, cualquier psicólogo de Manhattan, por una suma de dinero exorbitante, le habría dicho que estaba enfadado porque su madre había muerto cuando él tenía cinco años, y lo había abandonado, y que luego había perdido toda confianza en las mujeres después de que Beatríz hubiera deslumbrado a su padre y lo hubiera arrastrado a un matrimonio desastroso. Beatríz. Cómo la había odiado. Si a eso se agregaban años de ser perseguido por todo lo que andaba en faldas, por ser asquerosamente rico, se obtenía un hombre inmune a esa falacia llamada amor. Él no necesitaba un psicólogo. No necesitaba a Paula, a pesar de la expresión de su cara. Ciertamente no necesitaba enamorarse. Lo que le hacía falta era dirigir su mente al desplome monetario del Lejano Oriente. Los negocios, como siempre.

Una de sus reglas inquebrantables era no permitir que una mujer se metiera entre el mundo de los negocios y él. Y Paula Chaves no iba a ser la excepción.

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