miércoles, 30 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 31

—Estoy lista para llamar a un taxi —le dijo Paula en tono tirante—. Y no le eches la culpa de todo esto a las hormonas.

—No iba a echársela a nada salvo al hecho de lo cabezota que eres —Pedro la agarró de los codos y habló con vehemencia—. Estás más pálida que las sábanas de la cama; quédate aquí, Pau. Duerme en la cama y yo dormiré en la de invitados.

—Deja de tratarme como si fuera a romperme; esto me pasa todos los meses —le dijo con irritabilidad—. Y la respuesta es no.

—Entonces sigues siendo una cobarde.

Ella se soltó y se acercó a un aparador donde había una foto con un marco de plata.

—¿Éstos son tus padres?

Él mismo les había tomado aquella foto a Ana y Horacio, sus padres, en el porche de su casa de Maine, con el mar de fondo. A los dos se les veía felices y relajados.

—Sí —respondió él.

—¿Si su matrimonio es tan maravilloso, por qué sigues soltero? Eres un hombre decente, no creas que no me doy cuenta; y junta eso con una fortuna y ese hoyuelo tan sexy que tienes en la barbilla, las mujeres deben de acosarte continuamente. Y, sin embargo, tú vas de una aventura a la siguiente.

—Nunca he conocido a una mujer que me haya incitado a cambiar.

—Entonces esperas que yo encaje en esa rutina tuya.

 —¿Sabes qué? Me apuesto a que ninguno de los demás hombres con los que has estado te ha hecho perder el control jamás, que nunca has estado tan desesperada por hacer el amor que no hayas podido comer o dormir. Dime que estoy equivocado.

¿Cómo decirle que estaba equivocado, si era la verdad?

—Ninguno de ellos me ha asustado, tampoco —respondió ella.

—No puedes pasarte el resto de tu vida asustándote de tu sombra —dijo él con ímpetu.

Las palabras sobraban. Pedro la tomó entre sus brazos y empezó a besarla, envuelto en un deseo feroz que amenazaba con devorarlo. Le acarició la espalda y hundió sus manos en la melena de rizos pelirrojos, para continuar trazando la suave curva de su cadera y la turgencia de su seno. Y todo el tiempo sus labios se deleitaban con los de ella y sus lenguas se entrelazaban placenteramente.

Paula sabía que no sería capaz de contenerse y también lo besó, mientras le desabrochaba los botones de la camisa y deslizaba la mano por debajo para acariciarle los músculos calientes. ¿Sería Slade el hombre que había estado esperando tanto tiempo? ¿Sería él su hogar? ¿El único hogar que conocería jamás?

—Quédate conmigo, Pau. No me importa si no podemos hacer el amor... Deja al menos que te abrace, que estés a mi lado en mi cama, donde debes estar.

—Haces que me derrita por dentro —le susurró ella—. Te deseo como jamás he deseado a ningún hombre... Tienes razón, eso es lo que no puedo soportar, la razón por la que estoy tan descontrolada.

Él deslizó los labios por la firme y suave columna de su cuello, sintiendo en cada nervio de su cuerpo la frenética alteración de su pulso.

—No vamos a hacer el amor —le dijo en tono ronco—. Así que te puedes quedar con toda confianza.

—¿Y qué hay de la próxima vez? ¿Qué vamos a hacer entonces?

 —Tomémonos cada día de uno en uno.

Sus ojos encerraban todo el tumulto del océano.

—Todavía quieres hacer el amor conmigo y...

—Desde luego que sí. Pero sólo si me prometes que dejaremos de perseguirnos por toda Europa y que no vas a salir con nadie más. En cuanto a mí, te juro que no te dejaré tirada entre una cita y otra, como si fueras de usar y tirar; como si no tuvieras sentimientos. ¿Acaso crees que no me doy cuenta de lo vulnerable que eres?

Ella temblaba ligeramente; estaba a punto de echarse a llorar.

—Me das miedo, Pepe. Si tuviéramos alguna vez un lío volverías mi vida del revés y después me dejarías sin nada. No puedo hacer eso. No debemos volver a vernos; es demasiado doloroso, me parte en dos.

Se apartó de él, se sentó en la cama y marcó un número en el teléfono. Habló en italiano fluido y al momento colgó el teléfono.

—Un taxi estará aquí en cinco minutos; cuando vengo a Florencia tengo un conductor.

Entonces sacó el vestido del armario, el tocado, las zapatillas doradas y su maleta negra. Con la cabeza alta, salió de la habitación.

Pedro se quedó de piedra un momento. Entonces se pasó la mano por el pelo y bajó las escaleras, cuya alfombra ahogaba el sonido de sus pasos. Paula estaba abajo junto a la enorme puerta de roble, con los ojos cerrados, apoyada contra la pared.

—No está bien que te vayas así —le dijo él en tono áspero.

—No estaría bien si me quedara.

—Ignoro totalmente quién te hizo tanto daño, Pau, aunque me gustaría darle una buena paliza a ese cerdo. Pero no puedes pasarte el resto de tu vida ocultándote de él; porque entonces te está amargando.

—¡Tú no lo entiendes!

—Entonces explícamelo para que pueda entenderlo. Háblame de él; de ese modo, no correrás el riesgo de que se repita.

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