viernes, 4 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 6

Pero en el momento en que su padre y él habían abandonado la casa camino al invernadero, su padre le había dicho:

—Ale va a pedirle a Paula que la acompañe al altar. Así que tú te has librado.

Pedro  se sintió molesto por haber demostrado tan abiertamente que no quería hacerlo y había dicho:

—La he conocido, a la hija, quiero decir. No es lo que yo esperaba. Es alta y desaliñada y tiene una lengua como una sierra.

—¿De verdad? Ale me ha mostrado una foto. Pensé que era muy guapa.

—Un buen fotógrafo puede transformar un cactus en una rosa.

Horacio dijo abruptamente:

—¿Tienes el anillo?

—Sí, papá. Ya me lo has preguntado dos veces.

—Ahí está Martin, saludándonos. Es hora de que nos pongamos en nuestro sitio.

Martin era el mayordomo. Su señal significaba que Alejandra estaba lista. Pedro miró su reloj. Eran las seis y siete minutos. Paula Chaves era muy puntual para ser una mujer.

Pedro siguió a su padre por debajo de la sombra del toldo, asintió al sacerdote y evitó mirar a los invitados. Pamela estaría en algún sitio en medio de la gente. Se las había ingeniado para pedirle una invitación, y él había cometido el error de enviársela. Tendría que decidir qué hacer con Pamela, pensó, y se estremeció al oír el órgano portátil que tocaba su tía Blanca. Si algún día fuera tan tonto como para casarse, lo haría en su yate. La tía Blanca sufría de mareos en los barcos, y no pisaría nada que se le pareciera.

Por el rabillo del ojo vió a su padre sonreír a su futura esposa. Él iba a ser su quinto marido. Pedro sintió rabia. Le había aconsejado instintivamente que no se casara, y luego había intentado comprar a Alejandra. Pero no había funcionado ninguna de las dos cosas. Aunque le había ofrecido  una buena suma. Ella podía conseguir más por un divorcio. Él estaba seguro que aquel habría sido su razonamiento. No sonreiría a Alejandra  ni loco. Al menos el sacerdote había insistido en que el fotógrafo se mantuviera a cierta distancia durante la ceremonia. Así que, si él,  no tenía ganas de sonreír, no tenía por qué hacerlo. Paula Chaves  había dicho que él estaba malhumorado porque no se había salido con la suya. Realmente la mujer había sabido cómo irritarlo. Otro acorde del órgano de la tía Blanca le destempló los nervios. Seguramente Alejandra y su hija estaban casi en el altar. Inquieto, se dió la vuelta para ver dónde estaban.

Una mujer alta vestida de turquesa estaba caminando hacia él, mirando directamente hacia él, con la cabeza alta. Su belleza le dió en el pecho como si se tratase de un golpe. Llevaba el pelo recogido, brillándole como el trigo maduro, dejando al descubierto la línea delgada de su cuello. Sus hombros emergían del vestido formando elegantes curvas. Y sus pechos grandes lo dejaron sin respiración. Eran pechos maduros, voluptuosos, bajo el brillo de la seda, tan pálida como el color de las orquídeas que llevaba en la mano. En su cuello, una piedra azul brillaba como el fuego. Sus caderas se balanceaban graciosamente bajo el brillo de la seda, sus piernas parecían interminables. Pero fueron sus ojos los que lo embrujaron. Esos ojos grandes que había encontrado cuando le había quitado las gafas de sol en la escalinata de entrada a la casa. Él se había imaginado que se encontraría con unos ojos marrones, o grises claros. Pero no ese azul brillante como el de un mar tropical. Unos ojos en los que podía ahogarse. Involuntariamente se sintió excitado, y supo, en cada una de las fibras de su ser, que no pararía hasta que tuviera a Paula Chaves en su cama. Hasta que la hiciera suya de la forma más primitiva posible. ¿Era aquella la mujer cuyo envoltorio él había despreciado? ¿La que había etiquetado como desaliñada? ¿Estaba loco?

De pronto, con el poco cerebro que le quedaba en funcionamiento, se dió cuenta de que Paula se había dado cuenta del efecto que había producido en él, y de que se había sentido complacida. Tenía una boca para besarla. Una boca deliciosamente seductora. «¡Maldita seas, Paula Chaves!», pensó. Había logrado engañarlo con aquel traje arrugado y esa blusa de cuello cerrado. Pero no iba a hacerlo nuevamente. Le daría una lección. No sabía cuál, pero ya se le ocurriría algo. No le gustaba sentirse afectado por una mujer de aquel modo, que lo hiciera mirar como un tonto. Antes de que terminase la boda desearía no haberlo hecho. Notó que el sacerdote carraspeaba y que ellos cuatro estaban alineados frente a los invitados.

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