lunes, 7 de noviembre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 21

—Espera un momento, entonces. Que se ponga Alejandra. Ella conoce todos los detalles… Cariño, habla un momento con Pepe, ¿Quieres? —dijo su padre.

—Hola, Pedro—dijo Alejandra con cautela.

—Hola, Alejandra, me alegro de saber que lo habéis pasado bien. Mi padre me ha dicho que es posible que Paula pase el viernes por aquí. ¿Tienes idea de cuándo?

—Lo tengo aquí… Siempre me gusta conocer su itinerario. Me preocupa cuando anda por esos sitios. No veo la hora de que deje ese maldito trabajo. Aquí está —Alejandra sacó el horario de los vuelos.

Pedro se preguntó por qué estaba teniendo aquella conversación. No habría secretos entre Alejandra  y Paula. Ella sabría inmediatamente que él había preguntado por ella.

—Supongo que no podré verla… Tengo entradas para Yo-Yo Ma esa noche.

—¿Sí? ¡Qué curioso! A Paula le encanta la música, pero estaba en Borneo cuando las entradas salieron a la venta y cuando pasó por Nueva York estaban todas vendidas. Bueno, no importa. Ya os veréis en otra ocasión.

—Hazme un favor, entonces, Alejandra. No se lo digas a ella. No quisiera decepcionarla más.

—Tienes razón, claro —dijo Alejandra, claramente halagada de que le hubiera confiado aquello.

Segundos más tarde, Pedro colgó el teléfono. Así que a Paula le gustaba la música de violoncello… La seguía deseando. Se moría por su cuerpo noche y día. Pero esa vez sería él quien decidiera cuando se iba a marchar ella.


Paula sonrió en la aduana cuando dio el pasaporte. Era el último tramo del viaje. Se sentía bien. Todas sus reuniones habían ido bien, y al final había podido tomarse un día para andar por museos y galerías de arte de Santiago. No obstante, se alegraba de volver a casa.

Se había curado de Pedro. Al principio no se lo había podido sacar de la cabeza. Pero luego, a medida que pasaba el tiempo en aquel país extranjero, hablando en otro idioma, había podido distanciarse de él, y se había alegrado de haber podido escapar de aquella situación cuando lo había hecho. Y debía de agradecer más que eso. Ella había estado inadvertidamente protegida contra el embarazo.

Hacía siete años había conocido a un hombre llamado Lucas Damien en Bangkok. A ella le había gustado mucho. Mientras la oficina principal de la empresa farmacéutica de Lucas se había encontrado en Londres, había hecho viajes ocasionales a Toronto. Habían salido varias veces. Como estaba casi segura de que quería tener una aventura con él, Paula había planeado encontrarlo en Londres. Había ido al ginecólogo allí, y como a los veintitantos años había tenido problemas con la píldora, se había puesto un dispositivo intrauterino. Luego había descubierto por un socio que Lucas se había comprometido con una mujer de Sydney desde hacía diez meses. Ella se había enfadado mucho, no tanto por Lucas, sino porque aquello le había recordado la larga relación con Santiago todos esos años. Santiago Danford. Culto, apuesto, cardiólogo con una empresa de salud internacional. Devon se había enamorado de él a los veintidós años, había tenido una relación a distancia durante tres años, y por casualidad había descubierto que llevaba casado ocho años. Se había quedado destrozada.

No se podía confiar en los hombres. Algo que las múltiples bodas de su madre no habían hecho más que confirmar, y que Lucas había reactivado. Pero, y esto era lo que pPula agradecía, la noche que había pasado con Pedro todavía se encontraba salvaguardada contra un embarazo. En lo que menos había pensado cuando Pedro la había arrastrado con él, literalmente, había sido en el control de la natalidad. Contestó con cortesía las preguntas del oficial de aduanas, vio cómo sellaba los documentos y salió para tomar un taxi. Un hombre alto de pelo negro la interceptó.

—Hola, Paula —le dijo.

Paula casi dejó caer su ordenador portátil.

—P… Pedro… —dijo sin disimular su alegría.

—Ven… No tenemos mucho tiempo —le dijo él.

¡Y ella que creía que se había curado de él!

—¿Cómo…?

—El concierto empieza a las ocho. Por casualidad, ¿Tienes algún vestido decente en la maleta?

—¿Un concierto? —preguntó ella.

—De Yo-Yo Ma.

Ella dijo lo primero que se le ocurrió:

—No pude conseguir entradas.

—¿Estás bien? —preguntó él.

Era la misma pregunta que le había hecho Pedro después de que habían hecho el amor por primera vez.

—Es que… No esperaba verte —dijo ella.

—Nos está esperando la limusina —le dijo él, y le sujetó la maleta.

—Espera un momento. Hay algo que no comprendo. Yo estoy de camino a Toronto, Pedro. Mi vuelo sale dentro de dos horas.

—Te he reservado otro. Te marchas en el primer vuelo de la mañana.

—¡No puede ser! ¡Yo tengo el billete en el bolso! —protestó ella.

—Yo juego al squash con el presidente de la empresa aérea —sonrió él.

—¡No puedes organizar mi vida de ese modo!

—Ya lo he hecho. Hay dos suites de Bach en el programa.

—¡Soborno!

—Persuasión.

—¿Cómo has sabido que bajaba en Nueva York?

—Por tu madre.

—¡Ya verá!

—¿Tienes algún vestido?

—El turquesa, no —dijo ella desafiante.

—Da igual, ¿No?

—Aclaremos algo. Tú… junto con el presidente de la empresa de aerolíneas… ¿Han cancelado mi vuelo?

Pedro asintió.

—Sin siquiera mi permiso…

—Estabas en Chile —dijo Pedro con una sonrisa pícara.

—Pedro, no pienso volver a acostarme contigo —le dijo Paula en voz alta. Para su vergüenza, una pareja que pasaba la miró.

—No te lo he pedido. La limusina está por aquí.

Paula se reprimió las ganas de golpear a Pedro con su ordenador portátil. Y lo siguió por entre la multitud.

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