lunes, 21 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 3

—Cena conmigo mañana por la noche —sugirió él.

—Ya tengo planes —dijo ella.

— ¿Estás casada? ¿Prometida? —le preguntó Pedro sin poder contener la impaciencia de su tono de voz.

Se regía por unas cuantas normas inflexibles en relación a las mujeres, siendo la más importante de ellas que nunca tenía una aventura con una mujer que ya tuviera dueño.

—No y no —dijo ella con énfasis.

—¿Divorciada? —aventuró él.

 —¡No!

—¿Detestas a los hombres?

Paula sonrió. Tenía unos dientes blancos y bien colocados y lo miraba con ojos risueños. Pedro  estaba ligeramente aturdido.

—Me gusta mucho la compañía de los hombres —dijo Pedro.

—De los hombres en plural.

Ella se echó a reír abiertamente.

—En plural en general, uno a uno específicamente.

¿Acaso él no hacía lo mismo con las mujeres? ¿Entonces por qué no le había gustado su respuesta?

—No te invito a cenar esta noche porque Mariana y yo tenemos una cita anual desde hace muchos años.

Paula pestañeó. Por razones particulares, no le hacía ninguna gracia saber que Pedro Alfonso y Mariana eran amigos desde hacía años.

—Entonces tal vez no vayamos a hablar más de los molinos de viento —respondió ella con calma.

—Reúnete mañana por la mañana conmigo en el Muelle del Pescador —dijo Pedro.

 —¿Y por qué iba a hacer eso?

Porque era tan preciosa que no podía pensar a derechas.

—Para que pueda invitarte a un polo.

—¿Un polo? —repitió ella despacio—. ¿Qué es eso?

—Un helado de hielo con sabor a frutas.

Una cita barata. Ella arqueó las cejas con ingenuidad.

—¿Entonces eres tacaño con tu dinero?

—No creo que te impresionara mucho si me pusiera a derrochar —dijo él.

—Qué inteligente por tu parte —respondió ella despacio, molesta por la perspicacia de su comentario en relación a su manera de ser.

—A las diez de la mañana —dijo él—. Muelle número 39, junto al carrusel veneciano. No se exige etiqueta.

—Bajo ese encanto tuyo... porque me resultas encantador, además de extremadamente sexy... eres despiadado, ¿Verdad?

—Es difícil combinar los polos de frambuesa con la crueldad.

—Yo...

—¿Pepe, cómo estás, tío?

—Hola, Agus—dijo Pedro con mucho menos entusiasmo que el de su interlocutor—. Agustín Rowe, de Manhattan, es un conocido de negocios mío. Ésta es Paula Chaves; de Milán. ¿Dónde está Sofía?

Agustín hizo un movimiento con la copa de champán en la mano, algo bebido.

—¿Es que no te has enterado? Nos hemos divorciado —Agustín frunció el ceño—. En los últimos cuatro meses he estado verdaderamente mosqueado. El matrimonio siempre se reduce al final a dinero, ¿No les parece?

—Yo no lo sé —dijo Paula en tono frío.

Pedro la miró. Estaba pálida, con los ojos bajos. Pero ella le había dicho que nunca se había divorciado.

—Siento lo que me estás contando, Agus.

—Tú eres el listo —dijo Agustín, que entonces se volvió hacia Paula—. Nunca se ha casado; nunca ha estado comprometido —tomó un sorbo de champán—. Son pruebas de un coeficiente intelectual por encima de la media, Paola...

—Paula —le dijo ella en tono aún más seco.

Él hizo una inclinación de cabeza tambaleándose un poco.

—Bonito nombre. Bonita cara. Pepe siempre se consigue a las pibas más macizas.

—Nadie me consigue, señor Rowe —le soltó ella—. Pedro, debo marcharme; ha sido un placer hablar contigo.

Pedro atrapó entre sus dedos la fina tela de la manga para impedirle que se marchara de ese modo. Entonces, en un tono de voz que varios presidentes de distintas empresas habrían reconocido, se dirigió a Agustín.

—Agustín, piérdete.

A Agustín le dió hipo.

—De acuerdo, lo he pillado —respondió antes de darse la vuelta y echar a andar naciendo eses por el césped hacia la bandeja de champán más cercana.

—Es un imbécil cuando está sobrio —dijo Pedro en tono áspero mientras le soltaba la manga—, y peor cuando ha bebido. No puedo decir que me extrañe que Sofía lo haya abandonado.

El roce de los dedos de Pedro le había quemado la piel. Paula se dijo que debía huir de aquella situación de peligro.

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