jueves, 1 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 33

La Marguerite el martes... Estaba deseando que llegara esa ocasión. Como estaba impaciente por ver a Paula, llegó más temprano al restaurante. Conocía muy bien al primer maître, Gérard, quien lo acompañó a la mesa donde iban a cenar Paula y él. Dieron las ocho y media, y el restaurante empezó a llenarse. A las nueve menos cuarto,  no había llegado todavía... ¿Habría cambiado de opinión?

Entonces la vió en el vestíbulo de entrada y sintió que se le formaba un nudo en el estómago. El portero la ayudó a quitarse el abrigo y Gérard le sonrió dándole la bienvenida. Al tiempo que el maître la acompañaba a la mesa, Pedro se puso de pie. Llevaba puesto su mejor traje italiano de raya diplomática, con la camisa azul y la corbata de seda que se había puesto para la fiesta de Mariana.


Pero Paula no lo miraba a él, sino que paseaba la mirada por el restaurante, fijándose en los ocupantes de cada mesa al pasar, visiblemente turbada. Cuando Gérard le retiró la silla,  Pedro se inclinó hacia delante y le dio dos besos, incapaz de ocultar lo feliz que se sentía de volver a verla. Llevaba puesto un vestido verde mar de manga larga, bordado con hilo de plata; el escote era pronunciado y quedaba adornado por un colgante de plata que descansaba entre sus senos. Llevaba el cabello recogido en un moño alto con algunos mechones sueltos que le acariciaban las mejillas.

—Me dejas sin respiración —le susurró él.

Ella se ruborizó levemente mientras tomaba asiento.

—Creo que tengo mejor aspecto que la última vez que me viste —comentó ella sin mirarlo todavía a los ojos.

—Supongo que el hombre que voy a conocer no ha llegado aún.

—No, todavía no... Podría haber preguntado si tenía una reserva para esta noche, pero Gérard es muy discreto y no me lo habría dicho. Siento haber llegado tarde. El avión se retrasó y el tráfico, como estoy segura de que te habrás dado cuenta, es horrible.

—¿Por qué no decidimos lo que vamos a pedir y charlamos después?

Paula volvió a pasear la mirada por el local, Pedro notó que se fijaba en cada persona que entraba. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos vidriosos. Quienquiera que fuera aquel hombre, ocupaba en ése momento los pensamientos de ella.

A él no le gustaba nada todo aquel asunto. Empezó a hablarle de un importante negocio que había cerrado en Hamburgo, inquieto ya con el nerviosismo que le había contagiado Paula. ¿Y si esa noche descubría algo que le resultaba imposible de aceptar? ¿Se la llevaría de todos modos a la cama?

Un camarero se llevó los platos de los entrantes. Paula estaba bebiendo poco y comiendo todavía menos.

—Si no te comes la cena —dijo Pedro—Gérard se sentirá insultado.

Ella lo miró como si no lo conociera.

—Quienquiera que sea ese hombre —añadió Slade en tono brusco—, detesto el peso que tiene sobre tí.

—Ni la mitad que lo detesto yo —murmuró ella—. Lo siento, Pepe. Parece que no hago más que disculparme contigo continuamente... Resulta de lo más tedioso por mi parte —esbozó una sonrisa demasiado brillante al camarero que colocó el plato de pato asado en la mesa delante de ella—. Tiene un aspecto delicioso —dijo ella, que lo miraba con algo parecido al aborrecimiento.

El camarero dejó con una floritura el plato de Pedro, les rellenó las copas de vino y desapareció. Paula tomó el tenedor, que al instante dejó caer de manera ruidosa. Un hombre de cabello castaño con una bonita rubia del brazo se dirigía hacia su mesa. Con torpeza,  se puso de pie; la servilleta se le cayó al suelo.

—¿Papá? —balbuceó ella con una voz que Pedro apenas reconoció.

¿Papá? Pedro estaba mudo de asombro. El hombre misterioso era su padre. Su suposición de que sus padres no vivían había sido tan sólo eso; una suposición. Paula no le había dicho que hubieran fallecido. Él se levantó también. Pero a juzgar por el caso que le estaban haciendo Paula y su padre, era como si no existiera.

—Pau, qué sorpresa —dijo el hombre en un tono tan frío como la noche parisina.

—Sé que a menudo vienes a cenar aquí los martes —dijo ella en tono nervioso—. Pensé que tal vez te vería...

—Entonces esto no es una coincidencia.

Pedro trató de ahogar la oleada de rabia que sintió porque alguien, menos todavía su padre, pudiera hablarle de ése modo, con esa falta de sentimiento tan brutal. Entonces se presentó.

—Bonsoir, monsieur Chaves. Me llamo Pedro Alfonso.

—Miguel Chaves —respondió el otro hombre con urbanidad. No hizo intención de presentar a la mujer que llevaba colgada del brazo y cuyos ojos violeta devoraban con curiosidad cada detalle de la apariencia de Paula.

—¿Papá, podemos sentarnos los cuatro a tomar algo después de la cena? —le pidió Paula—. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

—Eso no sería conveniente, no —le tiró a la rubia de los dedos, que llevaba cargados de ostentosos anillos—. Nuestra mesa está lista, chérie. Vamos.

—Me llamo Silvia Tournier. No sabía que Miguel tuviera una hija —dijo la rubia en tono animado—. Paula, debes de tener menos años de los que aparentas.

Paula la miró sin entenderla.

—Tengo veintiséis años —entonces se volvió hacia su padre—. ¿Qué te parece mañana entonces, papá? No me voy de París hasta media tarde. ¿Podríamos quedar por la mañana a tomar café?

Paula estaba rogándole a su padre. Y que él supiera, no era una mujer que tuviera la costumbre de rogarle a nadie.

—Voy a volver al cháteau por la mañana —dijo Miguel en tono seco—. Los viñedos no se administran solos, tú deberías saber eso. Desde luego te beneficiaste de ello económicamente durante mucho tiempo.

—Hace muchos años que no he aceptado ni un penique tuyo.

 —A diferencia de tu madre.

Paula se estremeció levemente.

—Te llamaré la próxima vez que venga a París —dijo ella—. O podría visitarte en el cháteau.

—Tal vez. Silvia, estamos haciendo esperar a Gérard.

No hay comentarios:

Publicar un comentario