jueves, 1 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 36

—No crees que me ciña a las condiciones que estoy poniendo... quiero decir, que te sea fiel.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —le dijo ella, sabiendo que empezaba a minar su resistencia—. No tengo nada, ni pasado ni presente, que me anime a pensar que los hombres pueden ser de fiar.

—Si puedo aguantar tres noches en El Genoese, podré comprometerme contigo mientras seamos pareja, Pau.

—Pareja —repitió ella con amargura—. Una aventura... Todas esas palabras me provocan náuseas.

—Una exploración —se oyó decir Pedro—. Un viaje a lo desconocido. Ta vez no seamos compatibles en la cama. Tal vez tú me quites siempre la colcha.

—O ronque —dijo con una sonrisa inesperada—. Seguro que tú dejas las toallas mojadas en el suelo del baño.

—Y que esperaré que tú las recojas —su sonrisa se desvaneció—. Pau, te deseo con toda el alma. Como creo que tú me deseas a mí. Seríamos tontos si dejáramos pasar lo que sentimos sólo porque tengamos miedo de lo que pueda pasar.

—Obtendrás lo que quieres y luego te marcharás —le dijo ella en tono frío.

—No lo haré —dijo él, oyendo el eco de esas palabras en su pensamiento—. Pero no podré demostrártelo hasta después de hacer el amor.

—Y para entonces será demasiado tarde, de todos modos.

La vivacidad habitual de Paula se desvaneció de su rostro. ¿Podría subsanar, aunque fuera temporalmente, el daño que su padre y gente como él le habían hecho a ella?

—Estás cansada —dijo Pedro.

Lo estaba; su padre siempre tenía ese efecto en ella.

—Me gustaría volver a mi hotel.

—Hay un taxi allí en la esquina —dijo él.

Veinte minutos más tarde llegaban a la puerta de una mansión del siglo XVIII situada al sur del Sena, con sus altas puertas negras y sus macetas de barro.

—Pau —le dijo Pedro, ya que ella se había pasado todo el trayecto con los ojos cerrados—. Hemos llegado.

Ella abrió los ojos y se los frotó con suavidad.

—¿Querrás entrar? —le pidió ella.

Pedro no tenía ni idea de lo que ella estaba pensando, pero no se negó.

 —Claro —dijo, y se dispuso a pagar al taxista.

Ella lo condujo por un camino bordeado de árboles hasta un patio abierto.

—Me encanta éste hotel —dijo Paula en voz baja—. Es como el de Copenhague; lo suficientemente pequeño para resultar íntimo. Los jardines son exquisitos en verano, y desde aquí puedo caminar fácilmente hasta cruzar el puente para ir al Jardín de las Tullerías.

De nuevo estaba nerviosa, pensaba él mientras accedían a un vestíbulo encantador, con sus muebles antiguos y su atmósfera de silencioso confort.

—Voy a preguntarte lo obvio... —le dijo Pedro cuando iban por un pasillo de camino a su suite—. ¿Por qué me has traído aquí?

—No lo sé —dijo ella con nerviosismo, tratando de ser tan sincera con él como era capaz—. Tal vez haya pensado que podría hacerlo por fin; dar el paso. Confiar en tí lo suficiente para meterme en la cama contigo.

Sólo Dios sabía lo mucho que lo deseaba. Pero  estaba igualmente convencido de que ésa no era la noche adecuada.

—Estás agotada, tu padre te ha dado un disgusto y...

—¿Tan mal aspecto tengo?

—Parece como si fueras a romperte en pedazos.

Ella se quitó los zapatos, se acercó a él y apoyó la frente en su pecho.

—Abrázame —dijo con un suspiro ahogado.

 Él la rodeó con sus brazos, la estrechó contra su cuerpo y apoyó la mejilla sobre su cabello dulcemente perfumado. Pasado un momento se dió cuenta de que ella estaba llorando. Slade supo perfectamente lo que debía hacer. La tomó en brazos, la llevó hasta la cama con dosel y le bajó la cremallera del vestido.

—¿Dónde está tu camisón? —dijo Pedro.

—Debajo de la almohada. Pepe...

—Chist —dijo él—. Ya me estoy acostumbrando a desvestirte y a marcharme después. Si esto no es una prueba...

—¿No te vas a quedar?

¿Se estaría imaginando un toque de alivio en su voz?

—No.

Pedro le pasó el camisón y se dió la vuelta mientras ella se desvestía y se lo ponía.

—¿Todavía me deseas, Pepe, después de conocer a mi padre?

Él se dió la vuelta; ella estaba sentada en la cama.

—Pau, te deseo tanto que todos mis sentidos están centrados en tí. Sí, lo de El Genoese fue una prueba. Pero, créeme, el marcharme de aquí esta noche es más de lo que puedo soportar.

Ella se estremeció.

—Ojalá no dijeras esas cosas.

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