domingo, 11 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 60

—De acuerdo, iré contigo —dijo débilmente.

En el silencio que siguió, el reloj de pared del salón dió la hora.

A la mañana siguiente, después de pasar una apasionada noche de amor, Paula llegó tarde al solar en construcción.

Mientras ella estaba fuera, Pedro consultó varias páginas web, llamó por teléfono a su padre y le preguntó sobre las propiedades a orillas del mar, antes de contactar con varios agentes inmobiliarios. Paula le había preguntado si le importaría vivir junto al mar y le había contado lo mucho que le gustaba el sonido de las olas al despertar. Y eso era suficiente para él. Cuando ella volvió, la besó como si llevara tres meses en lugar de tres horas fuera. Eso los llevó a hacer el amor rápida y apasionadamente en la alfombra. Un rato después, mientras descansaba con la cabeza sobre el pecho de Pedro, le dijo con voz clara:

—¿Sabes una cosa? Contigo me lo paso bien, Pepe —entonces se abrazó más a él.

—Mi objetivo es complacerte —dijo él—. Si puedes escaparte, mañana tomaremos un vuelo hacia el este. Hay algo que quiero enseñarte.

Ella levantó la cabeza.

—Claro, puedo ir; el colegio ya está muy adelantado y está quedando de maravilla. ¿Pero qué me vas a enseñar?

—Es una sorpresa —respondió mientras le acariciaba un pecho de piel blanca y fina—. No se permiten preguntas.

—Si vamos a volver a hacer el amor, porque conozco ese brillo de tus ojos, va a ser en la cama. Tengo una rozadura de la alfombra.

—¿A qué estamos esperando entonces? —le contestó Pedro mientras se preguntaba si una luna de miel sería así; una inquietante mezcla de alegría, erotismo y ternura. Y si había luna de miel, tendría que haber boda...

Dos días después, iban conduciendo por la rocosa costa de Maine. Cuando llegaron a un solitario cabo, Pedro detuvo el coche junto a una cancela de hierro negro y abrió el cerrojo con una llave del manojo que había recogido en el aeropuerto. El camino de entrada hacia la casa avanzaba flanqueado de pinos y píceas, cuyas suaves ramas se balanceaban bajo el peso de la nieve recién caída. Entonces el camino se abría a un paisaje de suaves acantilados de granito y a un mar infinito de fondo. La casa estaba orientada al mar y estaba construida en piedra, madera de cedro y cristal. Parecía lo suficientemente fuerte como para resistir las tormentas de agua y viento.

—Lo único que se oye son las olas en la playa —susurró Paula cuando Pedro apagó el motor—. ¡Qué sitio más bonito!

—Podríamos comprarlo —dijo Pedro—. Hacer de éste lugar nuestro campamento base.

Ella se mordió el labio inferior; el corazón le latía con fuerza en el pecho.

—¿Me estás proponiendo en matrimonio?

—No —dijo él—. Sólo que compartamos casa y que tengamos nuestra propia cama. De momento es suficiente.

 —Es mucho.

—Tan sólo seguiríamos el consejo de Mari —le dijo él con paciencia—. ¿No nos sugirió ella que viviéramos juntos? Vamos a pasar, Pau, tengo las llaves. ¿Quieres?

—Me encantaría —dijo mientras pensaba de nuevo en la sorpresa de Pedro. ¿Podría vivir con él? El agente inmobiliario le había prometido encender la calefacción. Los muebles antiguos habían sido retirados; la casa estaba vacía, y al mismo tiempo llena de posibilidades. Pasó de una habitación a otra, fijándose en las maravillosas vistas de la bahía y de las islas cercanas a la costa.

—Necesitamos una mesa de comedor de roble y muchas alfombras de colores vivos... ¡Ay, Pepe, mira qué escalera!

Una escalera curva de nogal pulido conducía al segundo piso. Subió las escaleras embelesada, mientras deslizaba la mano por la barandilla con una sonrisa en los labios. Pedro la siguió, más atento a ella que a los detalles de la casa. Le gustaba, pensó con el pulso acelerado. Más que eso, le encantaba. La habitación principal estaba orientada al océano. Entre las estanterías de obra había una chimenea de piedra; el suelo era de madera de abedul. Paula se detuvo junto a la ventana para admirar las brillantes aguas del mar. Qué detalle por parte de él, qué cariñoso por su parte, buscar una casa que le recordara a la casa de su infancia donde había sido tan feliz. Él se acercó a ella por la espalda.

—Está un poco apartada de la civilización.

—Si conservamos nuestros apartamentos de Manhattan y Milán, y tu casa de Florencia, el aislamiento no va a ser un problema.

—Si hubiera una ventisca, tal vez nos quedaríamos aquí encerrados durante días. —Mientras tengamos una cama, a mí no me importa —dijo Paula.

—¿Entonces la cama hay que comprarla antes que el frigorífico o la cocina?

 Ella se dió la vuelta para mirarlo. Le echó los brazos al cuello y sonrió.

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