martes, 6 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 48

—¿Entonces estás contento de verme o no, Pedro?

Él se echó a reír, pero sin alegría.

—Nunca sé lo que siento cuando estoy contigo. Aunque estoy seguro de que no es indiferencia —la miró a los ojos—. Y sientas lo que sientas por mí, tampoco es indiferencia por tu parte —dijo en tono suave—. ¿Vamos a esquiar, o vamos a pasarnos la mañana intercambiando respuestas geniales?

—No son geniales, son estúpidas —respondió Paula con irritación—. Y de verdad que iba a decirle a Antonio que estaba en Chamonix.

En sus ojos brillaba una emoción que él no conseguía definir.

—De acuerdo, te creo —le dijo mientras le agarraba la cara con las dos manos—. Tal vez yo también haya estado enjaulado, viviendo todas esas aventuras cuidadosamente orquestadas, alejado de mis sentimientos. Es demasiado fácil permanecer encerrado, Pau; con todo bajo control. Tú y yo significamos algo el uno para el otro, te lo juro. Y sea lo que sea, nos importa a los dos.

Paula fijó la vista en sus brillantes botas de esquí blancas y amarillas.

—Pienso en tí todo el tiempo; paso las noches en vela y no puedo probar bocado. Pero no es porque esté enamorada de tí, sino porque tengo miedo.

—Es de tí de quien tienes miedo, no de mí —dijo Pedro rotundamente.

—Tal vez sí. Tal vez no —movió los hombros con inquietud—. ¿Y tú de qué tienes miedo? ¿De mí? ¿De tí mismo? ¿De una avalancha?

—Eres especialista en hacer preguntas sin respuesta. ¿Qué te parece de las tres cosas? —dijo Pedro—. Venga, vamos a esquiar.

Con los pases accedieron a un telesilla que los remontaría a ocho mil metros de altura, hasta la cima de las montañas. Pero Pedro estaba ciego al paisaje; aún no se había acostumbrado a la presencia de Paula a su lado. ¿Corría acaso peligro de enamorarse de ella? Otra pregunta sin respuesta.

Media hora después,  llegaban al final del recorrido. Pedro derrapó junto a ella y se quitó las gafas de sol.

—¡Fantástico! —exclamó riéndose con sentimiento tras el emocionante descenso.

Ella también se reía; tenía las mejillas sonrosadas del viento y los ojos tan brillantes como la nieve y el azul del cielo.

—No puedo decir que esquíes mal, porque he ido casi todo el tiempo delante de tí.

—Qué estúpido fui cuando te llamé cobarde —dijo él mientras la estrechaba contra su cuerpo y la besaba seguidamente con la misma temeraria pasión con la que habían esquiado—. Mi hotel está ahí enfrente.

—Vayamos, entonces —dijo ella, que se apoyó en él cuando Pedro le rodeó la cintura con un brazo.

Subieron las escaleras del hotel todo lo deprisa que les permitían las botas y al poco rato Pedro la invitaba a entrar a su habitación. Echó el cerrojo de la puerta y la estrechó entre sus brazos, buscando sus labios y bebiendo el néctar de su boca.

—Tienes los labios helados —murmuró Pedro—. Pau, eres lo que más deseo en éste mundo... Ven a la cama conmigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario