domingo, 4 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 41

Le pasó el cuaderno a Pedro.

—Es el número de mi agente de viaje. Tú y yo vamos a volar a Kentucky mañana por la mañana. A Lexington, exactamente.

—Para conocer a tu madre —dijo él con intuición.

—Eso es. Será mejor que conozcas toda la triste historia... Y no, no voy a hablar de ella. Muy pronto la conocerás.

—Vayamos a dar un paseo —dijo Pedro bruscamente—. Demasiada comida y demasiadas emociones en las últimas dos horas.

—Tengo una cita en un banco del centro.

—Entonces quedamos después.

—No puedo —respondió Paula con el corazón latiéndole aceleradamente—. Voy a cenar con una amistad mía.

A Pedro se le encogió el corazón.

—¿Hombre o mujer?

—Un hombre. Es el encargado de una parte de mi dossier. Lo conozco desde hace años.

—¿Significo algo para tí, Pau? —susurró él con tanta rabia que ni él mismo daba crédito—. ¿O soy tan desechable como el resto de tus acompañantes masculinos?

—No sé lo que significas para mí y ése es el problema —dijo Paula, que no quería sentirse culpable, aunque en realidad se sintiera así—. Es una buena ocasión para ver a Tomás, nada más —dijo ella—. Tomaré un taxi para ir a encontrarme con él.

—Hazlo. Que lo pases bien cuando enseñes la jirafa en el banco.

—El tener mucho dinero significa que no tienes que dar explicaciones —respondió ella con las mejillas sonrosadas.

Momentos después se alejaba de él en dirección a Madison Avenue para parar un taxi, con la jirafa en una mano y su pequeña maleta en la otra. Pedro dió un puñetazo en el volante. En ese momento, ella tenía la sartén por el mango; y eso no le gustaba en absoluto.

Al día siguiente conocería a su madre. Las caballerizas y cuadras Darthley estaban situadas en plena comarca de la Región Bluegrass, en el norte del estado de Kentucky, cerca de Lexington. Muy típico, pensaba Pedro mientras Paula y él transcurrían por una carretera sinuosa entre las vallas blancas del ferrocarril y enormes robles y álamos, cuyas ramas negras destacaban sobre un cielo gris. Un grupo de yeguas con sus crías se apiñaban junto a unos montones de heno cerca de un granero de aspecto inmaculado. Todos los animales estaban saludables y bien cuidados. No había sentido deseos de charlar con Paula desde que se habían encontrado en el aeropuerto. Se negaba en redondo a preguntarle si había disfrutado o no de la cena; y tampoco pensaba interrogarla para saber si el hombre con quien había cenado tenía treinta y cinco o cincuenta y cinco años. Que hablara ella. Pero Paula, a medida que se iban acercando a la granja de cría de caballos, estaba cada vez más silenciosa. Cuando se detuvieron delante de una magnífica mansión de ladrillo cubierta de glicinias, finalmente rompió el silencio.

—Mi madre nos espera; la he llamado esta mañana. Se hace llamar Alejandra DeRoches, aunque su nombre de soltera fuera Alejandra Schulz y naciera en Pittsburgh, Pensilvania. Bernardo Darthley, el dueño de todo esto, es su octavo marido.

Entonces salió del coche. Esa mañana llevaba unos pantalones de lana gris marengo y una chaqueta corta de cachemir verde musgo, sobre una blusa blanca de seda; en las orejas llevaba unos pequeños aros de oro. Se había recogido el cabello en un moño tirante.

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