domingo, 11 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 65

A los cinco minutos, Paula estacionaba el coche junto a la entrada de urgencias del hospital local. Primero tuvieron que rellenar unos papeles, después esperar a que les recibiera el médico adecuado y luego los resultados de las radiografías. Finalmente le escayolaron el brazo. Cuando salieron del hospital, estaba tan cansado que no sentía ya ni hambre.

—He reservado una habitación en la posada de la carretera. Nos tendrán preparada la cena. La enfermera ha dicho que puedes ducharte mientras que no se moje la escayola.

La medicación que le habían dado para el dolor de cabeza le tenía algo atontado; le parecía que hacía mucho que había dormido. En la posada, todo transcurrió de manera vaga. Se duchó y vistió con dificultad, comió lo que le pusieron delante y subió las escaleras con Paula a su lado. La amplia cama, cubierta con un edredón con rosas bordadas, se le antojó lo más parecido a la gloria. Ella le ayudó a desvestirse. Cuando se quedó sólo en ropa interior, se tumbó en la cama.

—Ven aquí —dijo—. Quiero abrazarte.

Y en ese mismo instante se quedó dormido. Cuando  se despertó lo primero que vió fue una bonita pantalla de lámpara, con el suave resplandor de su luz en la oscuridad, sobre una mesa cubierta con un tapete de flores. Paula dormía apoyada sobre su pecho. Su cabello rojizo y revuelto se extendía sobre la almohada.

Pedro sintió un amor tan intenso que apenas podía contenerlo. Ella no se había marchado corriendo a Europa sin él. Había ido a buscarlo. ¿Cómo era posible que hubiera tenido tanta suerte? Sin duda ella debía de haber dejado esa lámpara encendida para que él no sintiera la claustrofobia de la oscuridad. Con la mano buena le acarició el cabello, se lo retiró de la cara y la besó en el cuello. Ella abrió los ojos.

—¿Pepe? —murmuró.

—Hola, cariño mío.

Paula abrió más los ojos mientras se desperezaba lánguidamente junto a él.

—Bueno —dijo ella—. Creo que te estás recuperando bien.

—¿Crees que podríamos ver si soy capaz de hacer el amor con un brazo roto?

—Hay que vivir el presente —dijo ella mientras se volvía a mirarlo y le acariciaba el pecho desnudo.

—Todo lo que siempre he deseado está aquí, entre mis brazos —le dijo con sensualidad mientras se inclinaba para besarla.

Hicieron el amor con callada intensidad, interrumpida tan sólo por las carcajadas de ambos por el hecho inevitable de que la escayola les estorbaba. Cuando Pedro la penetró, sintió los temblores y el deseo que latía dentro de ella. Cuando ella alcanzó el clímax, se apresuró a unírsele, vaciándose en su cuerpo mientras sentía un amor tan fuerte, tan turbador, que apenas podía respirar. Sus corazones, pensó vagamente, latían al unísono, al tiempo que sus cuerpos se fundían en uno solo. A la luz de la lámpara, Paula le sonrió.

—Tengo algo que decirte —dijo ella, pensando que aquél era el momento más oportuno.

—Tienes que volver a Marsella a primera hora de la mañana.

—¿Y dejarte a tí aquí? Ni hablar. Escucha, Pepe. ¿Sabes lo que me ha pasado? Es tan maravilloso... Me he enamorado de tí.

Él se quedó muy quieto. Debía de estar soñando. No podía ser de otra manera.

—Dilo otra vez.

 Ella lo miró con timidez. Tenía los labios hinchados y las mejillas sonrosadas.

 —Me has oído... Te amo, Pepe.

—Me preguntaba si algún día me lo dirías. ¡Oh, cariño!, yo también te amo.

Él la abrazó con fuerza, con un amor tan vasto como el océano, tan seguro como las mareas.

—En retrospectiva, creo que me enamoré de tí en Chamonix. Pero no quería reconocerlo. ¿Enamorada yo? De eso nada.

—Ya me dí cuenta —comentó Pedro en tono seco.

—Hasta que no estuve junto a la cama de mi madre, esperándote durante horas, no me dí cuenta de la verdad.

—Cásate conmigo, Pau.

—Sí —dijo ella.

—¿Así de fácil? ¿Estás segura?

—Te amo. Me casaré contigo y viviré a tu lado, tendremos hijos, invitaremos a tus padres a comer los domingos y aprenderé a preparar tartaletas de salmón ahumado.

—Ya veo que vas en serio.

 —¡Qué feliz soy, Pepe! Te amo, te amo. Y me encanta decírtelo.

Mientras él se reía de felicidad, abrazándola con calor, ella continuó hablando.

—Tal vez, de vez en cuando, invitaremos a mi madre a comer. Porque tienes razón. En el fondo lo único que le pasa es que está muerta de miedo.

Él le sonrió de corazón.

—También podemos invitar a Daniel, si quieres. Y a Antonio... Él y tú ya son viejos amigos.

Ella suspiró con entusiasmo.

—Nada de volver a vernos en bares.

—Ni en museos.

—No más luces de discotecas. ¿Crees que nos vamos a convertir en una pareja aburrida, sentados delante de la chimenea noche tras noche?.

—No puedo imaginar que la vida contigo pueda resultar en absoluto aburrida — dijo Pedro—. Ni en la cama ni fuera de ella.

—Llamemos a nuestros padres e invitémoslos a la boda.

—Más tarde —dijo él con firmeza—. De momento, por si acaso crees que nos pueda vencer el aburrimiento, creo que deberíamos quedarnos exactamente donde estamos.

Paula le acarició con sensualidad.

—El comedor no abre hasta dentro de dos horas.

—Estupendo —susurró Pedro con picardía.



FIN

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