domingo, 4 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 44

—Cuídate, mamá —dijo Paula mientras le daba un beso en la mejilla a su madre.

—No me hables como si estuviera senil —soltó Alejandra, que se volvió hacia Pedro con una sonrisa en los labios—. Ha sido un placer conocerte, Pedro. Recuerda lo que te he dicho.

—Adiós, Alejandra —dijo él con una nota de finalidad que esperaba que resultara tan evidente para ésta y para Paula como le resultaba a él.

Cuando la puerta se cerró, Paula se dirigió hacia el coche. Al pasar la primera curva en la carretera, se volvió hacia él con amargura.

—Se te insinuó, ¿Verdad? ¡Qué vergüenza! ¡Mi propia madre!

—Sí —dijo él—. Pero seguro que oíste lo que le contesté yo.

—Me avergüenzo tanto de ella... —murmuró Paula—. Todo lo menosprecia.

—No ha conseguido menospreciarnos a tí y a mí, Pau. Nadie puede hacernos eso.

—Ella no conoce el significado de la palabra amor, ni lo que es un voto, ni la fidelidad. ¿Te gustaría que te contara cómo me he criado con mi madre y su colección de hombres?

—Adelante —dijo Pedro tranquilamente.

—El hombre a quien llamo padre, ¿Porque quién sabe si en realidad lo es?, fue el segundo. El primero lo conoció en la fiesta de su puesta de largo y el matrimonio duró exactamente seis meses. Yo fui un accidente, por cierto, y mi madre se encargó de decírmelo en cuanto fui lo suficientemente mayor como para entenderlo. Jamás me quiso. Después de todo, le estropeé la figura.

Pedro se detuvo a un lado de la carretera y apagó el motor.

—¿Quién fue el número tres, y cuánto duró?

—Fue un torero español. Un año y medio después todo el mundo, incluida mi madre, se dió cuenta de que amaba más la plaza de toros que a ella. El cuarto fue un hombre de negocios australiano, que trató de domesticarme con una combinación de férrea disciplina y agresividad.

—Por amor de Dios, Pau...

—Yo lo odiaba. Pero entonces se casó con Francisco. Era un marino que tenía el yate más precioso que he visto en mi vida. Vivíamos en una casa de cedro junto al mar en British Columbia, y yo me pasaba el día en el bosque y en la playa y durante dos años fui completamente feliz... —su expresión se tornó sombría—. Hasta que mi madre empezó a tramitar el divorcio, vivir en el bosque no era lo suyo, cuando él se ahogó en un accidente.

Pedro se quedó callado un momento.

—¿Cuántos años tenías entonces?

—Trece. Entonces me enviaron a un internado en Suiza y mi madre se juntó con un coleccionista de arte italiano. A los diecisiete terminé los estudios secundarios, heredé a los dieciocho parte de la fortuna que mi padre me había asignado para montar mi propio departamento en Milán y el resto es historia... Ah, sí, después del coleccionista de arte hubo un banquero suizo, antes de Byron. ¿Se me ha olvidado alguno?

—Entiendo por qué te sientes tan mal, Pau. Me sorprende que no te diera por el alcohol o las drogas.

—Traté de emborracharme una vez cuando era más joven. Pero nunca he tomado drogas. Supongo que me gusta demasiado controlar la situación.

—Por una vez, me alegro de que seas así —le tomó la mano con suavidad y empezó a acariciarle los dedos despacio—. Tu madre está aterrorizada, Pau; sabe que se está haciendo mayor y que no puede mantener éste estilo de vida. Sin embargo, no tiene nada con qué cambiarlo.

—Bernardo es un asqueroso. Fue precisamente lo que pensé cuando lo conocí. Pero tiene muchísimo dinero.

Pedro le preguntó algo que tenía curiosidad por saber desde hacía tiempo.

—¿Por qué tu abuelo te dejó a tí su fortuna y no a tu madre?

—Era un tirano chapado a la antigua que estaba totalmente en contra del divorcio. Mi madre heredó la fortuna de mi abuela, que era inexistente. Por eso se cambió el nombre de Schulz  a DesRoches.

—¿Y también por eso no te quiere?

Paula asintió.

—Dices que tu padre se largó cuando tenías siete años —añadió Pedro.

—Mi madre me envió con él el primer verano después del divorcio para poder tener tiempo libre que dedicarle al torero. Miguel estaba furioso y me dejó al cuidado de su horrorosa ama de llaves, que se pasaba el día amenazándome con meterme en el sótano con las ratas. Me escapé y me negué a volver a quedarme con él.

Aunque había tratado de mantener la calma, Paula notó que estaba temblando. Pero cuando Pedro le puso el brazo por los hombros, ella se retiró.

—Volvamos al aeropuerto —dijo ella en tono dolido—. Detesto estar tan cerca de mi madre.

Llevársela de los alrededores de la granja de cría de caballos le pareció a Pedro una idea de lo más sensata; y además, Paula le había dado suficiente en lo que pensar. Durante el camino de vuelta también tendría la oportunidad de serenarse un poco.

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