domingo, 4 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 38

Era el tres de enero del nuevo año. El avión de Miami tenía un retraso de media hora. Poco a poco los viajeros empezaron a salir por las puertas de cristal esmerilado, todos ellos bronceados o con la piel sonrosada. Entonces Paula accedió a la sala de llegadas. Llevaba puestos unos pantalones de lana turquesa, un abrigo sin cuello a juego y suéter blanco roto de cuello vuelto. Pedro agitó la mano para que ella lo viera y observó su sonrisa; una sonrisa deslumbrante que consiguió que el corazón le latiera muy deprisa. Cuando se abrió paso entre la gente hacia él, Pedro notó que llevaba puestos los pendientes de oro de los pájaros que él le había regalado.

—¿Eso es para mí? —le preguntó cuando estuvo delante de él.

Él tenía en la mano una jirafa de peluche gigante con un lazo rojo atado al cuello.

—Felíz Navidad, con retraso —le dijo mientras le echaba los brazos al cuello sin soltar la jirafa y la besaba con una pasión que hablaba por sí sola.

Cuando se separaron, ella estaba sin duda sofocada.

—Todavía me deseas —dijo ella.

 —Ésa es una de las cosas que me gustan de tí; cómo siempre entiendes lo esencial —sonrió de oreja a oreja—. Toma —le pasó la jirafa—. Se llama George.

Ella se echó a reír con ganas.

—¿Y qué voy a hacer con esto?

—Ponerlo en tu departamento —dijo él—, y cada vez que la mires, pensar en mí.

—Mi departamento está decorado con un estilo minimalista —dijo ella.

—Me lo figuraba. Así alegrará un poco tu casa.

—¿Un paso más en tu campaña?

—¿Qué campaña? —preguntó Pedro.

Paula miró la cara de la jirafa.

—Ojalá yo tuviera unas pestañas como las suyas.

—Tus pestañas y todo lo tuyo, son perfectas, Pau —dijo él en tono sensual.

Paula se estremeció un poco. ¿Cómo podía resistirse a él, siendo tan intenso, tan ardiente? Se puso la jirafa bajo el brazo, tiró de Pedro y lo besó con una vehemencia que hablaba por sí sola.

—Supongo que esto significa que aún me deseas.

Ella apretó los labios.

—Supongo que sí. Un poco. A veces.

—Vamos, atrévete... Dí que sí.

—De acuerdo, sí. Sí, te deseo. Incluso en Trinidad deseé que estuvieras conmigo. Te habría encantado la playa, Pepe; estaba en una cala al abrigo del viento y todas las mañanas las aves bajaban allí a nadar. Un día ví incluso una tortuga verde...

En el exterior, el viento era frío y cortante. Paula se agarró a su jirafa, temblando por otras razones.

—Deberíamos habernos encontrado en las Bahamas.

Su coche, un elegante Mercedes coupé, estaba en el estacionamiento.

—Mmm, muy bonito —dijo ella mientras se acomodaba en el asiento de cuero—. ¿Adonde vamos a comer?

—Vamos a comer con mis padres. Tartaletas de salmón ahumado con salsa de ruibarbo.

—Es un golpe bajo, Pepe.

—Forma parte de mi campaña, Pau. Voy a mostrarte el otro lado de la moneda del matrimonio de tus padres.

—Imaginaba que conocería a tus padres, pero nunca pensé que me llevarías a almorzar con ellos sin decírmelo antes.

—No te lo he dicho porque sabía que dirías que no.

—Todavía puedo decir que no.

—Pero no lo harás. Reconócelo, sientes curiosidad por conocerlos. Quieres ver si es cierto que son de verdad, esta pareja celestial que sigue enamorada después de casi cuarenta años de convivencia.

—Está bien. ¿Puedo llevarme la jirafa?

—¿Es que quieres avergonzarme delante de mis padres?

—Me satisfaría enormemente —respondió Paula.

El ascensor los llevó hasta el último piso del edificio. Cuando llegaron, ella se detuvo en el enorme pasillo de entrada.

—¿Estás nervioso?

—Sí.

—Cuando estoy nerviosa, yo hablo mucho, pero tú te quedas callado.

—Eso es porque soy de Nueva Inglaterra.

 —Esperemos que tus padres no estén nerviosos. O será un almuerzo muy callado. ¿Qué les has dicho de mí? —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Que te conocí en casa de Mariana. Que les gustarás... Ya está.

Ella continuó frunciendo el ceño.

—¿Por qué me da la impresión de que me estás ocultando algo?

—Eres demasiado lista.

—Suéltalo todo.

—Eres la primera mujer a la que he traído aquí —reconoció él—. Eso lo sé yo y ellos también.

Consternada, Paula expresó lo que pensaba.

—Seguramente piensan que estamos enamorados. Que nos vamos a casar.

—Entonces se equivocarían en ambas cosas, ¿No?

—Tienes toda la razón.

Ella echó la cabeza hacia atrás para disimular una repentina punzada de dolor porque Pedro, a pesar de desearla tanto, no estuviera ni remotamente enamorado de ella. Y no porque ella quisiera estar enamorada de él.

—¿Por qué te has puesto los pendientes que te regalé? —le preguntó él inesperadamente.

—Para que no te olvides de que necesito mi libertad.

Pedro se encogió por dentro. ¿Por qué había pensado que se los habría puesto por razones sentimentales?


—No te andas con rodeos —dijo él, incapaz de borrar la inquietud de su tono de voz—. ¿Llamo al timbre?

—Sí —respondió ella con dulzura—. El ama de llaves que teníamos cuando yo tenía seis años hizo lo posible por enseñarme buenos modales; prometo que me comportaré bien.

El ama de llaves, pensaba Pedro. Ni su padre, ni su madre.

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