lunes, 26 de diciembre de 2016

Identidad Secreta: Capítulo 8

Paula estaba viva. Enterró el rostro entre las manos. En breve aparecería un tercer helicóptero con el equipo de inspección que investigaría el escenario. Pedro se quedó para ayudarlos y hacer el informe preliminar. Le había impresionado verla tirada como una hermosa muñeca rota en medio de la naturaleza salvaje. Cuando lo reconoció y gritó su nombre, había estado a punto de perder la compostura. Lo que más habría deseado sería meterse en ese helicóptero y no volver a perderla de vista jamás, pero no podía. Nadie sabía que lo buscaban. Tendría que hacerle creer que había sido una alucinación. Y a los demás también. No había visto ningún anillo que indicara que tuviera marido, ni tampoco una marca de algún anillo retirado recientemente. ¿Ella tampoco había sido capaz de enamorarse de otra persona?

Paula, Paula… Esos ojos azules ahumados se habían vuelto más oscuros al reconocerlo. El contraste de los cabellos oscuros contra la pálida e inmaculada piel lo inundó de exquisitos recuerdos. A pesar de tener el rostro bañado en sangre, la mancha no podía ocultar las carnosas curvas de esos labios de los que nunca había podido saciarse. Diez años le habían añadido más curvas al cuerpo vestido con una blusa y unos vaqueros que marcaban unas largas y bien torneadas piernas. Ningún detalle le había pasado desapercibido mientras el guardabosque King intentaba estabilizarla. Obligándose a cumplir con su deber, recorrió el escenario del accidente y tomó notas para entregar a las autoridades federales. Sin embargo, por dentro se sentía morir porque, una vez más, cuando menos se lo esperaba, le habían arrancado el corazón.

—Buenas noticias, dadas las circunstancias —aún conmocionado, llamó a Leonardo—. Ambas víctimas están vivas y de camino al hospital San Gabriel de Stockton. Hasta que digamos otra cosa, su condición es crítica.

—Hemos tenido mucha suerte hoy. No habría sido precisamente una gran bienvenida para el jefe mañana. Ya sabes.

—Sé exactamente a qué te refieres —murmuró Pedro con los ojos cerrados.

La muerte de los padres de Nico, dieciocho meses atrás, en la cima de El Capitán perduraría en el recuerdo de todos los que trabajaban en el parque.

—Gracias por tenerme al corriente. La mujer de Tomás respirará al saber que está vivo.

—¿Alguna noticia de la residencia de los Chaves? —Pedro se aclaró la garganta.

—Ninguna. He llamado al CDF de Santa Rosa. Tienen un número de emergencia, pero es de sus padres en San Francisco. Ya los han avisado. Llamarán en cualquier momento.

A los padres de Paula les aguardaba un buen susto. Y también a su amado, quienquiera que fuera. Casada o no, tenía que haber un hombre en su vida. Tras verla de nuevo, la idea de esa mujer entregándose a otro lo destrozaba por dentro.

—¿Leo? —a lo lejos se oyó el sonido de rotores—. Tengo que quedarme aquí un rato. Mantenme informado del estado de los pacientes.

—Lo haré.

Alguien entró en la habitación. Paula abrió los ojos.

—Hola.

—Hola. ¿Señora o señorita Chaves?

—No estoy casada. Llámame Paula.

—Yo soy Verónica. Soy tu enfermera de noche. ¿Te duele? En una escala del uno al diez.

—Puede que dos.

—Bien. Me alegra ver que la fractura del brazo no te está haciendo sufrir demasiado.

—No tanto como el corte de la cabeza.

—Los puntos siempre pican al principio. ¿Quieres más analgésicos?

—Por el momento estoy bien, gracias.

—¿Seguro? Te ha subido un poco la tensión. ¿Por qué estás nerviosa? Todo va bien y enseguida te darán el alta —la enfermera siguió midiendo sus constantes vitales.

Paula cerró los ojos con fuerza. No, todo no iba bien. A no ser que Fernando tuviera un gemelo idéntico, y sabía que no era así, ¡estaba vivo! Había oído su voz y lo había visto. No había sido un sueño. La voz que le había llamado la atención había sido la de Fernando. Imposible equivocarse. Había sido él quien, con infinito cuidado, había ayudado a subirla a la cesta. Un Fernando más maduro, bronceado y espléndido. Las arrugas alrededor de sus labios le conferían un atractivo aún mayor. Los cabellos de color castaño oscuro que antaño había llevado largos estaban cortados al cero. Su mirada había reflejado una ansiedad que no había estado presente diez años atrás. En un momento de lucidez, había tenido la impresión de que apenas sonreía ya. Parecía endurecido. Distante. Un hombre que caminaba solo. La había rescatado con la perfección y la sangre fría de un robot, sin dejar entrever el menor rastro de emoción.

—Espero la llegada de mi hija, Olivia—se dirigió a la enfermera.

—¿Cuántos años tiene?

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