domingo, 11 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 63

Tenía once años y estaba solo en la oscuridad; sin saber dónde ni por qué estaba allí, sólo que la noche lo aterrorizaba. Pedro tenía los ojos cerrados, por eso estaba todo oscuro. Los abrió despacio pero la oscuridad continuó agobiándolo con su impenetrabilidad. Sin embargo, no estaba tumbado en el suelo de madera del cuartucho subterráneo, sino sobre un lecho de piedra dura y fría, cuya humedad le había calado incluso la ropa. Al tratar de cambiar de postura, un intenso dolor le recorrió el brazo y se quedó muy quieto. Como si le hubieran echado agua helada en la cara,  recordó dónde estaba y lo que le había pasado.

Con el brazo bueno buscó el móvil en el bolsillo, pensando en la conversación que había mantenido con Paula. Entonces recordó con horror que el móvil se le había caído antes de hundirse el suelo. Le dolía mucho la cabeza. Fue a tocársela y se le quedaron los dedos pegajosos. Se había pegado con la cabeza contra el suelo, eso era lo que le había pasado. Así que se había quedado inconsciente y se había hecho de noche. Ya no era un chiquillo aterrorizado metido en un cuarto sin aire; era un hombre hecho y derecho que no podía permitirse pasar miedo. Entonces su memoria le proporcionó la última y funesta pieza del rompecabezas. Paula estaba pasando la noche en Kentucky con su madre. Debía de estar preguntándose dónde estaba en esos momentos y por qué no había ido a reunirse con ella.

Desde su punto de vista, sin duda le había fallado precisamente en el momento menos adecuado. Como lo había hecho su padre, o su madre cuando había tenido algún problema con alguno de sus maridos. Tenía que salir de allí y llamar a Paula lo antes posible. Con un rápido movimiento  se puso de lado. El dolor lo envolvió y rugió como un animal herido. Se mordió el labio inferior tan fuerte que el sabor de la sangre le inundó la boca. En la oscuridad, las manecillas del reloj marcaban las seis y cincuenta minutos. Las siete menos diez de la mañana, pensó con una sensación de náusea. Había estado inconsciente más de doce horas. Tres horas después, jadeando del esfuerzo y empapado en sudor,  había conseguido apilar varias piedras para poder subirse a ellas y salir por la abertura. Entonces se pasó media hora más metiendo piedras más pequeñas en los huecos entre las grandes para hacer el apoyo más estable.

Todo ello le estaba costando un esfuerzo enorme; sencillamente no podía dejarse vencer. Había demasiado en juego. La parte más difícil fue encontrar un borde del suelo que no estuviera podrido, mientras se balanceaba peligrosamente sobre el montón de piedras. Con un empujónfinal, se echó sobre el suelo de la cocina y rodó de lado, jadeando, con los ojos cerrados. Jamás en su vida pensaría que un brazo roto era una lesión sin importancia. Ladeó el cuello y miró su reloj: la una del día. Consiguió ponerse de rodillas y poco a poco, distribuyendo su peso lo mejor posible, avanzó hacia el pie de las escaleras, donde estaba su móvil.

—¡Pedro! ¿Estás ahí dentro?

Estaba alucinando. Tenía que estar alucinando si lo que oía era la voz de Paula llamándolo cuando en realidad ella estaba a cientos de kilómetros de distancia. Clavó las uñas en la vieja escayola de las paredes y consiguió ponerse de pie. En ese momento una sombra cayó sobre él, y volvió la cabeza. Paula estaba de pie en la puerta. Cuando dió un paso para ir hacia él,  le advirtió:

—¡Quieta! El suelo está podrido.

 Ella miró aturdida al agujero del suelo y después a él.

—La cabeza... —dijo con un hilo de voz—. Te sangra. Y el brazo...

—Me caí al sótano —dijo él—. Me ha costado horas salir.

—Pepe, podrías haberte matado. Deja que te ayude.

—Quédate quieta donde estás, Pau. Es una orden.

Pedro se fue acercando muy despacio a donde estaba ella, lo más pegado a las paredes como le era posible. Finalmente llegó a la puerta, adonde estaba ella.

—Estaba muerta de preocupación por tí —balbuceó mientras apoyaba la cara en el hombro del brazo bueno de él, necesitando saber que era real.

Con el mismo brazo, Pedro la abrazó y apoyó la barbilla en su cabeza.

—Lo siento tanto, Pau—murmuró—. Pensé que regresarías directamente a Europa y que no volvería a saber de tí.

—No creas que no se me ocurrió.

 —¿Y por qué no te marchaste?

—Estoy aquí, eso es lo que cuenta —dijo ella—. Tengo el coche estacionado junto a la casa; menos mal que dejaste la cancela abierta. Te voy a llevar al hospital más cercano y luego hablaremos.

—Supongo que no llevarás café en el coche; o un poco de agua.

—Tengo un termo con café caliente y unos bollos de pasas en el coche.

—Estás nominada para la santidad.

—Pues algunos de mis pensamientos en las últimas veinticuatro horas no han sido demasiado buenos. Apóyate en mí con el brazo bueno...

—Puedo solo.

—Haz lo que se te dice —le ordenó Paula.

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