lunes, 26 de diciembre de 2016

Identidad Secreta: Capítulo 7

—Recemos para que los encuentren pronto —vivos o muertos.  Pedro no quería ni pensar en lo que podría suceder con tanto oso hambriento suelto—. Dame el nombre del pasajero.

—Paula Chaves, de Santa Rosa, California.

La simple mención del nombre después de tantos años hizo que a Pedro se le cortara la respiración. No podía ser Paula. Aun así… Sus pensamientos volvieron diez años atrás. Lo habían compartido todo. Además, seguro que se había casado y tenía otro apellido.

—Si tienes su número de teléfono será mejor que llames a su familia —Pedro no se atrevía a hacerlo para no descubrir su identidad, lo cual lo implicaría personalmente.

—Ya lo he hecho. Saltó el contestador y una voz de hombre dijo que no había nadie en casa. Le dejé un mensaje al marido para que me llame.

Estaba casada.

—De momento, no puedes hacer nada más, Leo —a lo mejor había conservado su apellido de soltera—. Mantenme informado.

—Lo haré.

Después de colgar arrancó la camioneta con la intención de hablar con las unidades de rescate antes de que partieran, pero un escalofrío recorrió su cuerpo al darse cuenta de que podía estar equivocado sobre el matrimonio de Paula. El hecho de que el mensaje estuviera grabado por un hombre no significaba necesariamente que perteneciera a su marido. A lo mejor le había pedido a un vecino o a un amigo, o a un amante, que lo grabara para dar la impresión de que había un hombre en aquella casa. Incluso podía ser su padre. Era arqueóloga. Debía conocer el parque. Si era Paula, desde luego que lo conocía. ¿Sería posible que lo hubiera visto en alguna de sus visitas y por tanto supiera que estaba vivo? ¿Sería ése el motivo por el que había solicitado el puesto? ¿Lo había hecho para descubrir la verdad por sí misma? No tenía sentido. De haberlo visto no habría sido capaz de ignorarlo. Habían estado demasiado enamorados. Sacudió la cabeza. Había demasiadas preguntas sin respuesta. Pensó en el helicóptero caído. La imagen del adorable cuerpo de Paula destrozado y carbonizado lo asaltó hasta que rompió a sudar y arrancó hacia el helipuerto.

—Voy a volar hasta el lugar del accidente —antes de saltar de la camioneta para unirse a los demás, llamó a Leo—. Dile a Marcela que, hasta nuevo aviso, tú estás al mando.


De vez en cuando Paula oía un gemido. Algo le tapaba los ojos. Al intentar retirarlo con la mano, un dolor lacerante atravesó su brazo y le cortó la respiración. Los gemidos continuaron. Olía a humo y tenía sabor a sangre en la boca. Sentía una sed terrible. Si pudiera beber un traguito de agua…Oyó un ruido y pensó que provenía de su cabeza. Cada vez era más fuerte e insistente. Quizás fuera un pájaro carpintero que intentaba agujerearle el cráneo.

—Ahí está —una voz masculina llegó hasta sus oídos.

También oyó pasos que se acercaban.

—Despacio —habló otra voz.

—Tiene pulso. Está viva.

—Gracias a Dios —una tercera voz masculina, dolorosamente familiar, le llamó la atención.

—Puede que tenga el brazo roto. Veo una herida en la cabeza. Podría tener heridas internas. Llevémosla al hospital enseguida.

Lo que le tapaba los ojos fue retirado y se encontró rodeada de hombres vestidos de uniforme. Suspendido sobre su cabeza en el aire había un helicóptero. Sintió un golpe de adrenalina. Tenía que encontrar a Fernando. No estaba muerto. Estaba allí. En medio de la confusión, oyó su voz.

—Tengo el cuello y la espalda inmovilizados. ¿Preparados para subirla en la cesta?

—Cuidado con ese brazo —dijo Fernando.

Ella se dejó transportar en medio de fuertes dolores. Los párpados aletearon. Durante un instante su mirada se fundió con la de un par de ojos grises plateados. Eran sus ojos.

—¿Fernando?

De repente fue izada en el aire. Una vez más la separaban de él. No podría soportarlo.

—¡Fernando! —gritó mientras intentaba mirar hacia atrás—. ¡No dejes que se me lleven! —aulló desesperada hasta que todo se volvió negro.

Pedro  apenas podía respirar. Oía cómo gritaba su nombre una y otra vez, cada vez más lejos y más débil. Cada grito era como una puñalada. Desde tierra vió cómo los chicos metían la cesta en el helicóptero. Otro grupo metía a Tomás en otra cesta y lo subían por la ladera hasta el segundo helicóptero. Había sido un milagro, pero nadie había fallecido en el accidente.

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