viernes, 9 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 55

—Si ella está aquí contigo, yo me marcho.

—Mira, así se llega a Rosa Street. La encontrarás en el solar que está en Rosa Street esquina con Ventley. El resto es cosa de ustedes.

Pedro se quedó mirando el plano.

—¿Qué clase de solar es?

—Ya lo verás —Mariana le puso la mano en el brazo inesperadamente—. Hago lo posible por no pedirles nada a los jóvenes. Pero voy a romper una de mis normas. Ve a verla, Pepe. Por favor.

A Mariana no le gustaban las demostraciones emocionales.

—Paula y yo nos acostamos juntos en Chamonix. Entonces salió huyendo con otro hombre. Estoy seguro de que has oído hablar de la fama que tiene; y créeme, se la merece.

—¿Quieres decir que Paula es promiscua?

—Te estoy diciendo que me fue fiel durante un solo día.

 —No me lo creo.

—Mari, yo la ví —le dijo él con dureza—. Se escapó con un instructor de esquí con quien había tenido un lío hace un par de años.

—No puede ser cierto —dijo Mariana con indignación—. Tiene que haber una explicación —entonces lo miró con el ceño fruncido—. ¿Pero a tí qué te importa, de todos modos? No es más que otra mujer. Déjala.

—Me he enamorado de ella.

—¿Enamorado? ¿Tú?

—Sí —esbozó una sonrisa de tristeza—. Me lo merezco... Eso es lo que piensas, ¿No?

—No, sabes que yo no soy así. Ve al solar, Pepe. Pídele que te hable del instructor de esquí. Paula es una buena mujer. Apostaría toda mi fortuna a que no me equivoco.

En lo más profundo de su ser, Pedro sintió renacer la esperanza.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Iré a Rosa Street.

—Ve, entonces.

Cuarenta minutos después estacionaba en la esquina de Rosa Street con Ventley, donde estaban construyendo un edificio que parecía una especie de institución, a juzgar por la colocación de las ventanas y la enorme puerta de entrada. Una pequeña grúa giraba sobre el tejado y había varios andamios en los muros. Los obreros deambulaban por las dos plantas del edificio. Un hombre con un montón de planos en la mano salía por la puerta de entrada. Paula iba a su lado; llevaba un mono azul y un casco amarillo. Ella y el maestro de obras iban discutiendo animadamente. ¿Pero qué era todo aquello? Paula y el maestro de obras se dieron la mano. Entonces ella se dirigió hacia un pequeño coche verde que estaba estacionado delante. Pedro cruzó la calle y se acercó a ella.

—Hola, Paula.

Ella dió un salto del susto.

—¡Pedro! —exclamó con inquietud mientras se daba la vuelta—. ¿Qué haces aquí?

—Yo podría preguntarte lo mismo. La sorpresa fue rápidamente sustituida por la rabia.

—Enseguida desapareciste después de lo de Chamonix. Llamé a tu despacho para decirte dónde estaba y con mucha cortesía, eso sí, me dejaron muy claro que no querías saber nada más de mí —dijo mientras recordaba las palabras de su asistente—. Gracias, Pedro. Muchas gracias.

—¡Déjate de juegos, Paula! Te aparté de mi vida por una razón de peso.

—Sí, claro —dijo con rabia—. Porque habías conseguido lo que querías: llevarme a la cama.

—Eso no es cierto y lo sabes —respondió muy enfadado—. Dime... ¿Qué tal Daniel?

—¿Daniel? —pestañeó—. Que yo sepa, está bien... ¿Pero qué tiene él que ver con todo esto?

Pedro la agarró del brazo con fuerza.

—Pasaste de mi cama a la suya. ¿Cómo pudiste hacerlo, Paula? ¿Cómo pudiste?

Paula se quedó boquiabierta.

—¿Estás insinuando que me acosté con Daniel?

—No te hagas la inocente.

—¡Suéltame, me estás haciendo daño!

—No pienso soltarte hasta que no me respondas a unas cuantas cosas. Y dí la verdad por una vez, si es que eres capaz.

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