domingo, 11 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 62

—Nadie más comprará la casa; yo me ocuparé de ello.

Ella lo miró a los ojos y le apretó la mano que le tenía agarrada.

—Mañana nos vamos cada uno para un lado. Tú a Ciudad de México y yo a Marsella a ver si uno de los colegios necesita un anexo.

 —Yo vuelvo dentro de dos días y tú sólo estarás fuera cinco.

De pronto ella se estremeció, mirándolo angustiada.

—Estoy exagerando. Vayámonos.

Ansiaba protegerla, decirle que se olvidara de Marsella y que él haría lo mismo con Ciudad de México. Pero así sólo conseguiría llegar al desastre, ya que sabía que ambos necesitaban su independencia.

—No voy a desaparecer, Pau—le dijo en tono apasionado—. No voy a dejarte tirada. Ni tampoco desapareceré cuando las cosas vayan mal; algo de lo que nadie está exento.

—Lo dices tan en serio...

—No todos los votos están en el servicio matrimonial.

Ella sacudió levemente la cabeza, como queriendo deshacerse de la inquietud que sentía.

—Volvamos a la posada a ver qué tal está esa sopa de pescado.

Se montaron en el coche y dejaron la casa sin mirar atrás.

Pedro volvió de México tres días antes de que Paula regresara y como estaba demasiado inquieto para esperarla, decidió tomar un vuelo a Maine al día siguiente. Después de pasar dos horas con un malhumorado señor mayor que estaba investigando las fuentes de  energía eólica, hizo el viaje hasta la casa. La compraría sin más dilación, antes de esperar a que Paula se decidiera. A ella le encantaba la casa y ése era el factor decisivo.

Después de dar una vuelta por la casa, se metió los pantalones por dentro de las botas y empezó a caminar por el terreno boscoso que se extendía más allá del garaje. El agente inmobiliario le había mencionado que la casa original, construida por los primeros dueños del terreno hacía cien años, aún estaba en pie.

—Querrá derribarla —le había dicho la mujer—. Es peligrosa, podría derrumbarse en cualquier momento. Me sorprende que los dueños anteriores no lo hicieran.

El sol se ocultaba tras las nubes y la temperatura descendía lentamente. Continuaría diez minutos más antes de volver al coche y a la civilización. A través de la penumbra de los árboles, Pedro vió el bulto oscuro de unas paredes y unas ventanas. Se abrió paso entre las píceas de ramas puntiagudas de camino hacia la vieja casa. El tejado estaba medio caído, las ventanas eran agujeros negros y la puerta de entrada sólo colgaba de las bisagras. Se estremeció. Sólo quedaba aquella casa en ruinas de la familia que un día había vivido y criado allí a sus hijos. Estuvo a punto de volver, sólo deseoso de hablar con Paula, de decirle cuánto la amaba. Pero al momento se reprendió para sus adentros y continuó hasta la puerta de la casa, que crujió al abrirla. Al entrar, avanzó con cuidado pegado a la pared al ver que algunos tablones del suelo estaban medio podridos. En el salón vió algunas fotos en la pared. Cuando estaba mirando una de ellas, sonó su móvil.

—Alfonso.

—¿Pepe? Soy Paula. ¿Pepe, estás ahí?

—Sí, estoy aquí —agarró con fuerza el teléfono al notar la angustia en la voz de Paula—. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

—Estoy en el aeropuerto de Lexington. Me ha llamado Bernardo, el marido de mi madre. Mamá ha sufrido un infarto. Dice que no es nada grave, pero no me fío de él, así que decidí volver antes de Marsella —vaciló un instante antes de continuar—. ¿Pepe, podrías venir enseguida? Pensé que podría llevar esto sola, pero no soy capaz. Yo... Te necesito. Necesito que estés conmigo.

—Claro, iré enseguida —dijo al instante.

¿Paula acababa de reconocer que lo necesitaba? Movería Roma con Santiago por estar a su lado.

—¿Vendrás, entonces?

—Por supuesto... ¿Para qué estamos, si no? Estaré allí lo antes posible. Estoy en Maine, en la casa. ¿Te llamo cuando llegue a Newark? Así sabrás a qué hora voy a llegar.

—Gracias —dijo ella con alivio—. Siento que suene tan mal, pero te lo digo de corazón.

—Estaré allí en cuanto pueda. Aguanta, cariño. A lo mejor Bernardo está diciendo la verdad.

—Tienes razón. Lo siento. Estoy tan disgustada que no puedo pensar a derechas. Será mejor que me marche; voy a tomar un taxi al hospital y me voy a quedar allí toda la noche. Te veré más tarde.

Con el teléfono en la mano y pensando en ella, que estaba en Kentucky, salió rápidamente del salón y cruzó la cocina a toda prisa. En ese momento, con el leve crujido de la madera podrida, una sección de tablones cedió bajo su peso. El teléfono móvil salió volando por los aires y aterrizó al pie de las escaleras. Los tablones se le deshicieron en las manos. Abrió los brazos con desesperación para agarrarse a lo que pudiera, pero cayó por el oscuro agujero del viejo sótano. Pegó con la cabeza contra la piedra y un brazo se le quedó retorcido bajo el cuerpo. Por un instante sintió que una luz fuerte lo envolvía al tiempo que experimentaba un dolor increíble. Entonces, afortunadamente, la oscuridad se cerró sobre él.

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