jueves, 1 de diciembre de 2016

Seducción: Capítulo 34

Silvia le echó a Pedro una mirada de lo más insinuante.

—He oído hablar de usted —dijo  en tono cantarín—. Estoy encantada de haberle conocido.

—Mademoiselle Tournier, monsieur Chaves —dijo Pedro con serena formalidad, y dió la vuelta a la mesa para ayudar a Paula a sentarse, antes de hacerlo él.

Miró a Paula con afecto.

—¿Cómo es posible que un hombre tan frío haya engendrado a una mujer tan apasionada y llena de vida como tú?

Ella clavó el tenedor en un trozo de pato. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡No soy apasionada, ni estoy llena de vida! Tengo, según palabras tuyas, miedo de mi propia sombra.

—Ese hombre tiene tanto sentimiento como un pescado muerto. ¿Te ha dado alguna vez el amor que una hija debería esperar de su padre?

—No.

—Pero tú no pierdes las esperanzas.

—Es cierto, tonta de mí. Incluso cuando le ruego que me conceda cinco minutos de su valioso tiempo, me desprecio a mí misma por pedírselo —tomó un sorbo de vino—. Por eso no le pedí que se encontrara aquí con nosotros esta noche. Se habría negado. Tuve que confiar en el azar.

—¿Tu madre está viva?

Paula asintió.

—¿Cómo es? —le preguntó.

Ella bajó la vista.

—No creo que quieras saberlo.

—Sí que quiero —le dijo  en tono amigable.

—Miguel es más que suficiente para una noche.

 —Se tiñe el pelo —dijo Pedro.

Ella soltó una risa ahogada.

—Lleva años haciéndolo. Es una de las razones por las que no quiere tener nada que ver conmigo. Silvia es más joven que yo. Cuanto más mayor es, más jóvenes son sus amantes.

—Silvia lo dejará en un minuto en cuanto pesque a un pez más gordo.

 Paula se sentía un poco más relajada.

—Lo dejaría por tí.

Pedro se estremeció.


—Prefiero a las pelirrojas... ¿Viviste con tu padre hasta que fuiste lo bastante mayor para vivir sola?

—No. Él se marchó primero. Yo tenía siete años. El dinero que ha mencionado... Así era como ejercía sus tareas de padre. Dejó de pasarme dinero en cuanto cumplí los dieciséis años.

—No ama a nadie salvo a sí mismo —dijo Pedro en tono suave.

Otra lágrima se quedó suspendida en sus pestañas.

—No quiero creerte; es una tontería por mi parte, lo sé.

 —Te ha negado lo que más necesitabas de él... Y el resultado es que lo estás buscando continuamente —Pedro borró la rabia de su tono de voz—. ¿Es ésa la razón por la cual no crees en los compromisos?

Paula hizo una mueca, mientras se veía inundada por todo el significado de su comportamiento. Sin darse cuenta, se había humillado delante de él cuando le había rogado a su padre que le concediera un poco de su atención, como un perrillo hambriento. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

—No sé decirte cuántas amantes ha tenido mi padre. He perdido la cuenta. Cuando mis padres se casaron, se adoraban. Pero cuando yo cumplí siete años, se odiaban ya a muerte. Eso es lo que hace el matrimonio, Pepe. Convierte el amor en odio. Cambia a las personas.

—Mi madre y mi padre se siguen adorando.

—Entonces son la excepción que confirma la regla —pinchó otro trozo de carne tierna y exquisita—. Yo no podría soportar que tú me hablaras como mi padre me habla a mí; por eso jamás me arriesgaré a tener intimidad con nadie. Jamás. ¿Y no es acaso eso lo que implica un compromiso? ¿Intimidad?

Para él nunca había sido así. Sin embargo, la escena que  acababa de presenciar, que incuestionablemente había provocado en él una furia que iba más allá de lo fortuito, había sido desde luego íntima.

—Bueno —dijo él recostándose en el respaldo—. Desde luego estoy empezando a entender de dónde vienes.

—Cinco minutos con mi padre son suficientes para lograr eso.

Pedro le sonrió. Su sonrisa fue de lo más íntima y se preguntó si debería empezar a pedir ayuda.

—Intenta comer algo, Pau; te sentirás mejor si lo haces.

—¡Cuando me miras así... no sé qué hacer, Pepe!

—No tienes que hacer nada. Come. Nos saltaremos el postre y saldremos de aquí... Ni siquiera me gusta estar en el mismo sitio que tu padre.

—Por una vez estamos de acuerdo —dijo ella con una sonrisa trémula.

Minutos después, Pedro firmaba la cuenta. Se puso de pie y fue a retirarle la silla.

—Tu padre no pierde ripio de lo que dice Silvia, por no hablar de cómo le está mirando el canalillo, y no se te ocurra mirarlo ahora —dijo en tono conversacional—. ¿Por qué no me miras con adoración, como si yo fuera la única persona en tu pensamiento? Ella lo notará, aunque él no lo haga y se lo dirá a tu padre.

Paula pestañeó.

—Eso es engañar.

Él se echó a reír.

—Inténtalo... Tal vez te guste y todo. Me amas hasta la enajenación, querida Pau, y estás deseando llevarme a mi hotel para poder desnudarme.

Ella lo miraba con el ceño fruncido.

—Deja de mirarme como si quisieras estrangularme —añadió Pedro con paciencia—. Apoya tu brazo en el mío y bésame; con una vez basta. Pero asegúrate de que no dejas de pensar en una cama muy grande, donde estamos los dos completamente desnudos.

—Te estás comportando pero que muy mal —dijo Paula, entonces se acercó a él y le dió un beso leve como el ala de una mariposa.

Él le agarró la cara un instante y le devolvió el beso.

—Mmm —dijo—. Pato asado.

Paula se echó a reír con ganas.

—Eres el último de los románticos.

—Te quiero, te deseo, te necesito —dijo Pedro sin mentir—. Será mejor que salgamos de aquí, antes de que te haga el amor sobre la alfombra.

—A Gérard le daría un ataque al corazón —dijo Paula sin aliento.

—Me lo imagino.

Pedro la ayudó a ponerse el abrigo y después se puso su gabardina y sacó el paraguas antes de salir a la calle. ¿De verdad le había dicho que la necesitaba?

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