domingo, 24 de enero de 2016

Una pasión Prohibida: Capítulo 11

Pedro sacudió la cabeza. No podía pensar como Mario. Si un cliente tenía dinero pero ninguna experiencia, se limitaba a llamar a un par de sherpas más para hacer realidad el sueño del «quiero ser un montañero» y llegar a la cumbre.

—Probablemente te veré en el campamento base, de todas formas. Alguien tendrá que hacer algo más que dejar a los Martínez en el hielo.

Y diciendo esto, Pedro se despidió de Mario y continuó su camino. El comentario del hombre de que Paula era guapa le hizo recordar la inquieta noche que había pasado. Habían sido horas en las que no había parado de imaginársela encima o debajo de él, piel contra piel, corazones desbocados en medio de un sexo desenfrenado.

Pedro dejó escapar un gemido que despertó una mirada de curiosidad en el hombre con quien se cruzaba en ese momento.

—¿Qué pasa, tío?

Turista. Australiano. Bastaba una mirada para distinguir a los verdaderos montañeros de los que sólo se hacían pasar por tales. Algunos de ellos llegaban al campamento base, contaminando el preciado espacio de la falda de la montaña con sus desperdicios.

—Estoy bien. No te preocupes —dijo Pedro continuando camino. Era habitual encontrarse con pseudo montañeros y al momento se había olvidado de él.

Para volver a Paula.

Si no hubiera dicho que uno de sus pasatiempos era montar a caballo… La noche anterior había estado llena de fantasías eróticas sobre el tema. Aun así, no estaba tan ciego por la lujuria como para no darse cuenta de que sus sueños no eran más que visiones distorsionadas por el deseo ardiente.

No pasaría ni en un millón de años. Además, él no iba a dejar que ocurriera. Si ya pensaba que los rumores que lo culpaban del accidente eran bastante malos, a pesar de lo que dijera Mario Serfontien, tener una aventura con Paula Chaves sería como echar gasolina y lanzar una cerilla.

Nada más ver el hotel, Paula lo había bautizado como el Hilton del Nepal. El interior, de un blanco prístino, combinado con los ventiladores coloniales que colgaban de los techos de todos los salones y habitaciones del primer piso, le recordaron un viaje a Singapur.

Pero a menos que el tiempo mejorara, no podría encender el suyo. Imaginaba que en julio y agosto haría calor pero a principios de mayo todavía refrescaba.

Aun así, había oído que en el Everest era fácil quemarse la piel con el sol que penetraba la delgada atmósfera. Al menos, lo había leído en uno de los libros sobre el Everest que se había llevado para leer en el viaje.

—Y aún estás muy lejos de llegar, bebé —murmuró.

París parecía algo muy lejano, y tal vez fuera así. Tarde o temprano todo cambiaría. Su trabajo en la agencia sería la primera víctima ahora que su responsabilidad para con la compañía alimenticia Tedman y con sus empleados se había incrementado.

Un camarero con una chaquetilla blanca se le acercó.

—¿Puedo traerle algo, señora? ¿Un cóctel? ¿Un té?

Paula  levantó la vista. Era muy joven y sin duda estaba muy contento de que su trabajo no consistiera en cargar a la espalda con pesados fardos montaña arriba.

—No, gracias. Estoy esperando a un amigo para salir a comer fuera.

Los sillones de la terraza no eran como los de mimbre de altos respaldos del Hilton de Singapur pero eran lo suficientemente cómodos para permitirle planear el nuevo ataque antes de que Pedro  llegara.

¿Cómo lo había llamado? ¿Un amigo? No estaba muy segura de que pudieran llegar a ser amigos alguna vez. ¿Amantes o enemigos? Sólo el tiempo lo diría. Su cerebro le decía que tenía que ser cauta pero su cuerpo no decía lo mismo.

Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se dejó abrazar por la paz que se respiraba allí. La terraza estaba casi desierta. Los turistas no pagaban la fortuna que costaba llegar hasta allí para perder el tiempo observando el Everest desde la lejanía. Había tenido una idea mientras desayunaba pero no sabía si Pedro estaría de acuerdo.

Pedro Alfonso. Un hombre de contrastes. Su aspecto parecía rudo, más aún con la barba de varios días y unos zorrunos ojos oscuros, casi negros. Desde luego no era como se lo había imaginado cuando Delfina le dijo en su carta que era neozelandés.

Pero no podía olvidar las sensaciones que le habían recorrido el cuerpo a pesar de que la estuviera amenazando con un afilado cuchillo.

El color subió a sus mejillas y una sensación de ardor la quemó por dentro. Estaba excitada. Aquel hombre le había demostrado claramente que era humano… y tenía que admitir que la atracción era mutua.

¿Se podría considerar un truco sucio utilizar esa atracción contra él? A pesar de su apariencia inicialmente distante, Pedro había resultado ser un buen tipo. La había escuchado sin quejarse mientras le contaba con todo lujo de detalles que había sido el tipo de adolescente mimada y despreciable que, probablemente, odiaba. Una adolescente que había luchado para no perder a la persona que más cerca había estado de ser una madre para ella.

Los ojos se le llenaron repentinamente de lágrimas. Ya nunca podría pedirle a Delfina disculpas por su comportamiento infantil. Sólo podía hacer una cosa por ella. Una última cosa.

El torrente de lágrimas se desbordó sin que pudiera evitarlo. No había dejado de hacerlo en los últimos días. Paula abrió los ojos mucho en un intento por detener las lágrimas que resbalaban por sus mejillas pero entonces cambió de opinión. Cerró los ojos y se recostó sobre los almohadones tratando de relajarse.

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