domingo, 31 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 31


—Y yo imaginaba que tu piel sería sedosa como pétalos de magnolia —dijo Pedro introduciendo sus manos por debajo de las prendas de ella—. Y lo es.

Sus manos subieron por la espalda buscando el cierre del sujetador.

—¿Se abrocha delante?

—No se abrocha. Se mete como una camiseta.

—Entonces tendré que sacártelo.

Paula notaba las manos de Pedro en todo su cuerpo. Le tomó los pezones entre los dedos y sus pechos respondieron mientras le llenaba el cuello de delicados besos que la hacían temblar de placer. Pero la tensión se agravó cuando introdujo una mano bajo sus pantalones y le acarició el sexo hambriento.

—No pares nunca —susurró Paula consumida de deseo.

—Me parece poco tiempo —dijo Pedro mordisqueándole el lóbulo de la oreja haciéndola estremecerse de deleite—. Qué bien sabes, osito.

Sabía que ya estaba lista para él, húmeda de excitación. Introdujo un dedo entre sus piernas y mientras frotaba con la base de su mano el exterior de su sexo. Paula trató de pegarse aún más a él y de pronto éste se detuvo. Estaba temblando. Tenía que penetrar en ella ya. Dejó la mano libre en la espalda de Paula y la empujó hacia él gimiendo de un deseo irrefrenable por poseerla.

Paula demandaba su atención besando con ansia su garganta.

—No puedo esperar. Te deseo, ahora.

Pedro estaba empezando a decir que no estaba preparado pero entonces recordó los paquetes que había encontrado junto a la petaca. Una vez resuelto ese problema, surgió otro.

—Maldita sea, los dos llevamos las botas puestas. Tardaremos un montón en quitárnoslas.

—Las mías están desatadas. Y no es momento de sutilezas —dijo ella.

Pedro alargó entonces la mano y le quitó la bota.

—Mira en mi bolsillo. Protección.

—Mi héroe —susurró ella.

La espera se hacía más angustiosa mientras las estilizadas manos de Paula buscaban el paquete.

—Creía que tenías prisa —bromeó él.

Se lamentó porque quería sentir los pechos de Paula contra su piel, ver los pezones que respondían tan diligentemente a sus caricias, endureciéndose. Le faltaban manos.

—Quiero sentir tu piel.

—Otra vez será. Túmbate para que pueda ponerme encima de tí.

Las manos de Paula estaban en la cintura de los pantalones de Pedro. Este contuvo el aliento cuando notó que tomaba en ellas su miembro. Se olvidó de todo. Sólo existía Paula, sus manos. Se estremeció ante la intensidad de sus caricias. La había deseado desde el primer momento y la realidad superaba con creces su imaginación.

Tomándole la palabra a Paula de que no era momento para sutilezas, le bajó los pantalones. Sentía la piel caliente bajo sus manos. Buscó la pared más cercana y, sosteniendo el cuerpo de Paula contra él, la penetró.

El orgasmo amenazaba con llegar, cálido, húmedo, palpitante. Tenía que ir más despacio para ajustarse al ritmo de Paula pero por la forma en que los músculos de ésta lo apretaban, parecía que llevaba todas las de perder.

Cubrió la boca de Paula con la suya, llenándola con la lengua una y otra vez mientras la embestía. Al tercer golpe, Paula empezó a jadear y al cuarto ambos alcanzaron el clímax.

Pedro tuvo que reconocer que aquel encuentro largo tiempo contenido había sido un ataque de locura. Ahora que sabía lo fantástico que era hacer el amor con Paula, ¿sería capaz de renunciar a ello?

La segunda vez lo hicieron sobre los sacos de dormir que Pedro puso en el suelo, desnudos. Paula  saboreaba con la mirada el magnífico cuerpo de Pedro, acariciaba sus músculos flexibles, besaba su cuello y sus anchos hombros, temblando de deseo al saber lo que aquel hombre sabía hacerle.

Nunca antes se había sentido tan femenina. De todos los hombres con los que había estado, él era el más fuerte, física y mentalmente. Y durante esa noche era sólo suyo.

Le rodeó con sus manos el rostro y lo llevó hacia ella para besarlo.

—¿Cómo me llamo? —preguntó Pedro mientras se besaban.

—Pedro.

—Recuérdalo, osito. Quiero oírtelo gritar cuando consigas tu próximo orgasmo entre mis brazos.

Sólo pensar en ello estuvo a punto de provocárselo. Pedro se metió en el saco de dormir con ella y la abrazó como si no quisiera dejarla escapar nunca. Paula se sentía amada. Nunca antes nadie la había hecho sentirse así.

En el cálido interior del saco, mientras las ramas crujían en la chimenea y soltaban pequeñas chispas, sus labios volvieron a encontrarse y las llamas brotaron en su interior. Una pasión que no quería que terminara nunca.

Pedro le abrió las piernas y ella lo dejó entrar deleitándose con el peso del cuerpo de Pedro sobre ella. Él la embistió asegurándose de que la mujer que tanto deseaba lo recordara siempre.

Fuertemente abrazada al cuerpo de Pedro en el saco, Paula suspiró al despertar. Añoraba la gran cama que tenía en su casa de París, con sus mullidas almohadas y el edredón de plumas. Allí podrían pasar días enteros porque Pedro era un hombre con mucha energía.

Parecía no saciarse de ella nunca. Era como si fueran a despedirse cuando salieran del albergue para no verse nunca más, pero eso no ocurriría. Le había prometido llevarla a la cara suroeste y ella confiaba en su palabra.

Pedro la había tratado con una cortesía que no había saboreado en mucho tiempo. Desde luego no con Facundo, a quien no le importaba si ella acababa satisfecha o no cuando hacían el amor. Por entonces, ella aún no sabía que sólo la estaba utilizando. Aún no tenían fecha de boda y él ya había planeado pagar a un amigo para hacerlo quedar como el marido engañado y así poder separarse con los bolsillos llenos de dinero de los Chaves.

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