viernes, 1 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 36

—Ha sido fantástico lo que has hecho, pero no tenías por qué quedarte todo el rato.

—Lo sé, pero me apetecía. Es un chico muy divertido.

Ella sonrió, agradecida, mientras pensaba qué pocas veces había escuchado un comentario así acerca de su hijo.

—La comida está lista, si te apetece tomar algo —propuso ella.

—La verdad es que no tengo mucho apetito. Si no te importa, preferiría terminar la cerveza.

La lata descansaba en un banco, al lado de la zona de juegos, y ambos se encaminaron hacia allí. Pedro la agarró y bebió un largo trago. Por el ángulo del recipiente, Paula se percató de que debía de estar casi lleno; vio las gotas de sudor que salpicaban las mejillas de Pedro. Unos mechones cabello se le escapaban por debajo del sombrero, y tenía la camisa húmeda y pegada al torso. Saltaba a la vista que Nico lo había mantenido ocupado de verdad.

—¿Quieres sentarte un momento? —propuso ella.

—Claro.

Entre tanto, Nico se había metido en la torre de tubos de hierro y trepaba por ella estirando los brazos tanto como podía, imitando a los monos.

—«¡Mía, ama!» —gritó de repente.

Paula se dió la vuelta y vió que Nico saltaba desde una altura de más de un metro y medio y aterrizaba con un golpe sordo en la arena. Enseguida se puso de pie sonriendo satisfecho y se limpió la tierra de las rodillas.

—Ten cuidado, ¿quieres? —le advirtió su madre.

—«E atado» —contestó.

—Sí, has saltado muy bien.

—«E atado» —repitió Nico.

Mientras Paula tenía la atención puesta en su hijo, Pedro observó cómo el pecho de ella subía y bajaba con cada inspiración y el modo en que cruzaba las piernas. Por alguna razón, aquellos movimientos le parecieron extrañamente sensuales y cuando ella se volvió para mirarlo se aseguró de que la conversación transcurriera por los cauces normales.

—¿Qué, ya te han presentado a todo el mundo? —preguntó.

—Eso creo —repuso—. Parece buena gente.

—Lo son. A la mayoría de ellos los conozco desde que era pequeño.

—Tu madre me cae muy bien. Se ha portado conmigo como una verdadera amiga.

—Es una dama encantadora.

Durante los siguientes minutos se dedicaron a observar a Nico mientras éste recorría todos y cada uno de los juegos del parque, deslizándose, trepando, saltando y arrastrándose. Parecía que tenía unas reservas inagotables de energía y, a pesar del calor y la humedad, no aminoraba en ningún momento.

—Creo que ya estoy listo para una hamburguesa. Apuesto a que tú ya te has comido una.

Paula  miró la hora.

—La verdad es que no, pero tenemos que irnos. Esta noche trabajo.

—¿Te marchas ya?

—Dentro de unos minutos. Son casi las cinco y todavía tengo que darle la cena a Nico y vestirme para el trabajo.

—Puede tomar algo aquí. Hay comida para parar un tren.

—Nico no come perritos calientes ni patatas fritas. Es bastante especial con la comida.

Pedro asintió en silencio. Durante unos segundos pareció completamente abstraído en sus pensamientos.

—¿Puedo acompañarte hasta tu casa? —preguntó finalmente.

—Hemos venido en bicicleta.

Pedro  hizo un gesto afirmativo.

—Sí. Lo sé.

Tan pronto como escuchó aquellas palabras, Paula se dió cuenta de que aquél era el momento en que ambos debían admitir la verdad de la situación: ella no necesitaba que él la llevara, y Pedro  lo sabía. Se lo había propuesto aun sabiendo que le esperaban la comida y los amigos. Era obvio que deseaba que ella respondiera afirmativamente; su expresión lo decía a las claras. A diferencia de la vez que le había dejado las bolsas de comida en el porche, Paula estaba segura de que la oferta de Pedro estaba más motivada por lo que pudiera suceder entre ellos dos que por la simple amabilidad.

Habría sido fácil rechazarlo. Su vida ya era bastante complicada por sí sola. ¿Acaso necesitaba añadirle algún elemento más? El cerebro le decía que no disponía de tiempo, que no sería una buena idea y que apenas lo conocía. Aquellos pensamientos se sucedieron rápidamente, con perfecta lógica. No obstante, se sorprendió a sí misma respondiendo:

—Me encantaría.

La contestación también sorprendió a Pedro, que bebió otro trago de cerveza y asintió sin decir palabra.

Fue entonces cuando Paula percibió en él la misma timidez que recordaba haber visto en Merchants y, de repente, tuvo que admitir la verdad que había estado intentando eludir durante toda la tarde: no había ido al festival para ver a Ana. No había ido para conocer gente nueva.

Había ido para encontrarse con él. Con Pedro Alfonso.

Melisa y su marido vieron cómo Pedro y Paula se marchaban. Matías le preguntó al oído, para que los demás no lo escucharan:

—¿Qué te parece ella?

—Es agradable —repuso Melisa con franqueza—. Pero no es sólo cosa de ella. Ya sabes cómo es Pedro. Ahora dependerá de él cómo pueda terminar el asunto.

—¿Crees que acabarán juntos?

—Tú lo conoces mejor que yo. ¿Qué opinas?

Matías se encogió de hombros.

—No estoy seguro.

—Sí que lo estás. Sabes lo encantador que Pedro puede ser cuando encuentra alguien que le gusta. Sólo espero que esta vez no hiera a nadie.

—Es tu amigo, Melisa. A Paula ni siquiera la conoces.

—Lo sé. Precisamente porque es amigo mío, siempre acabo disculpándolo.

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