lunes, 4 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 46

Le había emocionado comprobar que aquellos temores sólo habían servido para fortalecer el amor de Paula hacia su hijo. Era normal que hallara hermosa semejante demostración de amor incondicional y puro frente a las adversidades. ¿A quién no se lo parecería? Pero había algo más, algo más profundo: un punto de comunión que nunca había encontrado con ninguna otra persona.

«Incluso ahora no pasa un día sin que desee poder retroceder en el tiempo y cambiar lo que sucedió.»

¿Cómo podía haberlo sabido ella?

El aura de su oscuro cabello parecía envolverla en el misterio.

Por fin, Pedro se apartó de la barandilla.

—Eres una gran madre, Paula. —Se resistía a soltar su delicada mano—. Y aunque resulte duro, aunque no sea lo que tú esperabas, no puedo evitar creer que todo sucede porque hay una razón para ello. Nico necesitaba a alguien como tú.

La joven asintió.

A regañadientes, Pedro  le dió  la espalda al porche, le dió la espalda a los pinos y a los robles, le dió la espalda a sus propios sentimientos. El suelo de madera crujió mientras bajaba los escalones con Paula a su lado.

Ella lo miró y él estuvo a punto de besarla.

Bajo la pálida luz del porche, le había parecido que los ojos de la joven brillaban con secreta intensidad. Pero, a pesar de la situación, Pedro no tuvo la certeza de que un beso fuera lo que Paula  esperaba de él, y se contuvo en el último momento. La noche ya había sido memorable sin que tuviera que suceder nada más; la más memorable que había vivido en mucho tiempo. Aquello era algo que no quería estropear.

Dió un pequeño paso atrás, como si no quisiera agobiarla.

—He pasado una velada maravillosa —dijo.

—Yo también —contestó ella.

Finalmente, le soltó la mano y añoró su contacto cuando se separó. Quería decirle que había visto dentro de ella algo especial, algo increíblemente único, algo que en otro tiempo había buscado y perdido la esperanza de hallar. Habría querido decirle todo aquello, pero no pudo.

Sonrió levemente, dió media vuelta y se alejó bajo los oblicuos rayos de la luna, hacia la oscuridad de su camioneta.

Bajo el porche, Paula se despidió agitando la mano mientras Pedro enfilaba hacia la carretera con los faros brillando en la distancia. Oyó que se detenía en el cruce y esperaba a que un coche solitario se acercara y acabara de pasar. La camioneta giró en dirección a la ciudad.

Cuando él se hubo marchado, subió al dormitorio y se sentó en la cama. En la mesilla había una pequeña lámpara de lectura, una foto de Nico de bebé y un vaso de agua medio vacío que se había olvidado de bajar a la cocina aquella mañana.

Suspirando, abrió el cajón. En el pasado había contenido revistas y libros, pero en aquellos momentos estaba vacío a excepción de una pequeña botella de perfume que su madre le había regalado unos meses antes de morir. Había sido un obsequio de cumpleaños, envuelto en papel dorado y atado con una cinta. Había usado casi la mitad en las semanas inmediatas, pero tras el fallecimiento de su madre no lo había vuelto a tocar. Lo conservaba como un recuerdo; sin embargo, en aquel instante, lo que le recordaba era lo mucho que hacía que no se perfumaba.

Incluso aquella noche se había olvidado de hacerlo.

Era madre. Por encima de cualquier otra cosa, se definía como madre. Sin embargo, por mucho que quisiera negarlo, también era mujer; y tras muchos años de haberlo mantenido enterrado, aquél era un sentimiento que reclamaba su atención.

Sentada en el dormitorio y contemplando el frasco, sintió que la invadía una incierta inquietud. Había algo en su interior que le hacía anhelar que la desearan, que la protegieran y la cuidaran, que la escucharan y la aceptaran sin juzgarla; que la amaran.

Apagó la luz y salió al pasillo con los brazos cruzados sobre el pecho. Nico dormía profundamente. En el calor de la habitación había apartado las sábanas y se había destapado.

Encima del escritorio, un oso de peluche emitía luz y una música que inundaba el cuarto y se repetía monótonamente. Era su luz de vela desde que había nacido. La apagó, fue hasta la cama, deshizo el lío de cobertores y tapó a su hijo. Nico se acurrucó. Ella lo besó en la mejilla, en aquella piel tersa y suave, y salió de la habitación.

La cocina estaba silenciosa. Fuera, podía escuchar el canto veraniego de los grillos. Se asomó a la ventana. Las hojas de los árboles brillaban bajo el resplandor de la luna y permanecían inmóviles. El cielo estaba poblado de estrellas que se extendían hasta el infinito. Sonrió y las contempló largamente, mientras pensaba en Pedro Alfonso.

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