lunes, 4 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 49

Pedro se movió con rapidez. Aseguró su cuerda en el último peldaño con un nudo marinero y, sujeto por el arnés, se deslizó entre los escalones con la mayor agilidad posible. La escalera se meneó como la tabla de un trampolín, crujiendo y bamboleándose como si estuviera a punto de partirse en dos. Pedro se aferró firmemente en la mejor posición que pudo, como si estuviera en un columpio; a continuación, mientras se cogía de la cuerda con una mano, intentó alcanzar al conductor con la otra mientras iba comprobando gradualmente la resistencia de la escalera.

Se introdujo por el parabrisas hacia el salpicadero y se dio cuenta de que estaba demasiado alto, pero tuvo la oportunidad de ver a la persona a la que estaba intentando salvar. Se trataba de un muchacho de unos veinte años, más o menos de su estatura y corpulencia, que al parecer estaba semiconsciente y se debatía entre los restos haciendo que el coche oscilara. Pedro comprendió que aquellos gestos eran un arma de doble filo: por una parte, significaban que podría sacarlo del habitáculo sin temor a causarle una lesión en la columna; por otra, podían provocar la caída definitiva del vehículo.

Pensando a toda velocidad, Pedro alcanzó el arnés acolchado que había dejado en la escalera para acercárselo al joven. Con aquel repentino movimiento, la escalera se puso a saltar arriba y abajo, y el cable se tensó.

—¡Suelten  más cable! —gritó.

Un instante más tarde, notó que aflojaba la tensión y el arnés empezó a bajar. Cuando lo tuvo en posición, gritó a sus compañeros que ya era suficiente. Abrió uno de los extremos para intentar colocárselo al hombre y cerrarlo de nuevo.

Se inclinó, pero comprobó con frustración que no podía llegar hasta él. Apenas le faltaba un metro.

—¿Puede oírme? —le gritó—. Por favor, si entiende lo que le digo, respóndame.

De nuevo sonó el mismo gemido que antes y el conductor se movió. Era evidente que, como mucho, estaba semiconsciente.

En aquel instante, las llamas de debajo de la cabina se intensificaron.

Apretando los dientes, Pedro aferró la cuerda lo más abajo que pudo y se inclinó de nuevo hacia el joven. Llegó más cerca, casi al borde del salpicadero, pero el conductor estaba todavía fuera de su alcance.

Pedro oyó que sus compañeros lo llamaban desde el puente.

—¿Puedes sacarlo de ahí? —gritó José.

Pedro sopesó la situación. La parte frontal del vehículo no parecía haber sufrido daños, y el hombre estaba medio recostado en el asiento, medio tumbado en el suelo, sin el cinturón de seguridad, encajado, pero con aspecto de poder ser izado a través del agujero del techo. Pedro ahuecó su mano libre a modo de altavoz para hacerse oír.

—Creo que sí. El parabrisas está hecho añicos y el techo medio abierto. Tiene sitio para incorporarse y no veo que nada lo sujete o lo tenga aprisionado.

—¿Puedes llegar hasta él?

—Todavía no —contestó—. Estoy cerca, pero no alcanzo a colocarle el arnés. Está medio inconsciente.

—Haz lo que puedas y apresúrate —le llegó la preocupada voz de José—. Desde aquí parece que el fuego del motor del camión está empeorando.

Pero Pedro ya lo sabía. La cabina de la cisterna irradiaba un intenso calor, y escuchó unos extraños sonidos, como si algo saltara en su interior. Las gotas de sudor le caían por la cara.

Sujetándose mejor, aferró nuevamente la cuerda y se estiró tanto como pudo. Esa vez, sus dedos rozaron el brazo del joven a través del parabrisas. La escalera oscilaba sin cesar, y Pedro aprovechaba cada ocasión en que ésta alcanzaba el punto más bajo. Le faltaban sólo centímetros.

De repente, como en una pesadilla, escuchó el rugido de una llamarada cuando una explosión de fuego brotó del motor hacia él. Se cubrió instintivamente el rostro con las manos mientras las llamas retrocedían.

—¿Estás bien? —gritó José.

—¡Sí, estoy bien!

Se había acabado el tiempo para hacer planes y para discutir alternativas.

Pedro agarró el cable y se lo acercó. Alargando el pie, consiguió meterlo en el gancho del que colgaba el arnés; luego, apoyó todo su peso en él y, levantándose ligeramente, se soltó del suyo y de la cuerda que lo sostenía.

Agarrándose para salvar su vida y apoyado sólo en un pie, bajó las manos y se puso casi en cuclillas. En ese momento estaba lo bastante bajo para llegar hasta el hombre. Soltó una mano y agarró el arnés de seguridad para el conductor. Iba a tener que colocárselo al joven alrededor del pecho y por debajo de los brazos.

La escalera se movía frenéticamente, y el fuego empezaba a lamer el techo del Honda a escasos centímetros de su cabeza. Gotas de sudor le corrían por el rostro y le entorpecían la visión. Sintió una descarga de adrenalina.

—¡Despiértese! —gritó—. Tiene usted que ayudarme para que podamos salir los dos de aquí.

El conductor gimió y parpadeó. Aquello no era suficiente. Las llamas se acercaban.

Pedro  agarró violentamente al hombre y lo zarandeó.

—¡Ayúdeme, maldita sea!

El conductor pareció despertar, como impulsado por un repentino instinto de supervivencia, y levantó la cabeza.

—¡Póngase el arnés debajo de los brazos!

No pareció entenderlo, pero estaba en una posición que le permitió a Pedro deslizarle una de las correas por debajo de un brazo. Ya tenía uno. Siguió gritando:

—¡Ayúdeme! ¡Despierte! ¡Ya casi no nos queda tiempo!

El incendio rugía cada vez con más fuerza, y la escalera amenazaba con partirse.

El hombre movió la cabeza, no mucho y tampoco lo suficiente. Su otro brazo, pillado entre el volante y el cuerpo, parecía aprisionado. Sin preocuparse ya por las consecuencias, Pedro le dió un fuerte tirón que lo hizo desplazarse de lado. La escalera se inclinó peligrosamente, al igual que el coche, cuyo morro apuntó hacia el río. Sin embargo, de algún modo, el tirón fue suficiente. El hombre abrió los ojos y forcejeó para salir del asiento. El Honda se balanceaba sin control.

Pedro le ayudó a colocarse el arnés de seguridad y se lo ajustó fuertemente. Con una mano sudorosa afirmó el mosquetón en el cable.

—¡Lo vamos a sacar ahora! ¡No nos queda tiempo! —le dijo.

El otro cayó de nuevo inconsciente. Sin embargo, el camino estaba por fin despejado.

—¡Subanlo! —gritó Pedro a sus compañeros—. ¡Está a salvo!

Luego trepó por el cable hasta colocarse erguido.

Los bomberos empezaron a enrollar el cable muy despacio por temor a que una sacudida pudiera afectar a la escalera. A pesar de todo, en lugar de ver ascender al conductor, Pedro tuvo la impresión de que era la escalera la que cedía.

Sí, cedía.

2 comentarios:

  1. Excelentes los caps. ¿Cuánto falta para el primer beso? No quiero creer que el tipo al que salvó Pedro es el padre de Nico, no?? Me tiene totalmente atrapada esta historia.

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  2. Muy buenos capítulos! pero que maldad cortarlo ahí!!!

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