lunes, 4 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 45

La noche parecía vibrar con los sonidos de las ranas, los insectos y el susurro de las hojas. Había salido la luna y asomaba por encima de la línea de los árboles. En la  claridad se podía distinguir de vez en cuando el vuelo de algún murciélago.

Paula  tuvo que acercarse para poder escuchar las palabras de Pedro.

—Mi padre murió cuando yo tenía nueve años.

Ella lo observó atentamente. Él hablaba despacio, como si tuviera que poner orden en sus pensamientos. En su rostro se podía leer la reticencia.

—Pero es que era más que un padre: era mi mejor amigo. —Vaciló—. Ya sé que suena raro. Me refiero a que yo no era más que un niño y él un adulto. Sin embargo, a pesar de todo, lo consideraba mi mejor amigo. Éramos inseparables. Tan pronto como daban las cinco, yo salía de la casa y me sentaba en los escalones de la entrada a esperar que apareciera con su camioneta por el camino. Mi padre trabajaba en un aserradero. En cuanto abría la puerta del coche, yo echaba a correr hacia él y me arrojaba en sus brazos. Era fuerte y ni siquiera cuando crecí me dijo que dejara de hacerlo. Yo lo abrazaba y suspiraba. Mi padre trabajaba duramente, así que incluso en invierno podía oler el sudor y el serrín que le impregnaban la ropa. Me llamaba «campeón».

Paula hizo un gesto de asentimiento.

—Mi madre siempre esperaba dentro mientras él me preguntaba qué había hecho durante el día o cómo me había ido en el colegio, y yo me ponía a hablar a toda velocidad, intentando contarle todo lo que se me ocurría antes de que entráramos en casa. Pero, a pesar de que debía de estar cansado y con ganas de ver a mi madre, nunca me metía prisa. Me permitía que le dijera todo lo que me pasaba por la cabeza y sólo me dejaba en el suelo cuando me callaba. Entonces recogía su fiambrera vacía, me tomaba de la mano y nos metíamos en casa.

Pedro tragó saliva, mientras hacía un esfuerzo por recordar sólo las cosas agradables.

—Solíamos ir a pescar juntos todos los fines de semana. Apenas puedo recordar cuándo empezamos a hacerlo, de lo pequeño que era, quizá más pequeño incluso que Nico. Salíamos en nuestra barca y nos pasábamos horas sentados. A veces me contaba historias. Era como si conociera cientos de ellas. Y si no, respondía a mis preguntas lo mejor que podía, a todas, sin importar cuáles fueran. Él no había ido a la universidad, pero era muy hábil para explicar cosas, y cuando no sabía algo, me lo decía tan tranquilamente. No era la clase de persona que siempre quiere tener razón.

Paula estuvo a punto de tocarlo, pero Pedro parecía absorto por completo en sus recuerdos, cabizbajo.

—Nunca ví que se enfadara ni que levantara la voz a nadie. Cuando yo hacía travesuras, le bastaba con mirarme y decirme: «Ya está bien, hijo. Déjalo ya.» Y yo paraba en el acto porque sabía que lo estaba decepcionando. Me doy cuenta de que puede parecer raro, pero supongo que no quería defraudarlo.

Cuando hubo acabado, Pedro aspiró larga y profundamente.

—Debía de ser un hombre estupendo —dijo Paula, que se había dado cuenta de que acababa de tropezar con algo importante de la vida de Pedro, si bien todavía desconocía su profundidad y alcance.

—Sí. Lo era.

Aunque Paula  tuvo la impresión de que todavía quedaba mucho de que hablar, el tono de la voz de Pedro dejó bien claro que él no deseaba seguir charlando del asunto. Ambos permanecieron en silencio largo rato mientras escuchaban los coros de los grillos.

—¿Cuántos años tenías tú cuando murió tu padre? —preguntó él finalmente para romper el silencio.

—Cuatro.

—¿Te acuerdas de él como yo del mío?

—No, no como tú. Conservo imágenes de situaciones, como cuando me contaba cuentos antes de dormir o las cosquillas de su bigote al darme un beso de buenas noches. Siempre me ponía contenta cuando él estaba. Incluso ahora no pasa un día sin que desee poder retroceder en el tiempo y cambiar lo que sucedió.

Al escuchar aquellas palabras, Pedro la contempló con expresión de sorpresa, consciente de que Paula  acababa de dar en el clavo. Con un par de frases había explicado la esencia misma de lo que él había intentado en vano transmitirles a Valeria y a Lorena. Pero, por mucho que hubieran escuchado, no habrían podido entenderlo realmente. Les habría sido imposible: ninguna de las dos se había despertado jamás con la terrible certeza de que habían olvidado para siempre el sonido de la voz de sus padres; ninguna de las dos había atesorado nunca una fotografía como único medio para recordar; ninguna de las dos había experimentado la necesidad de cuidar de una losa de granito que descansaba a la sombra de un sauce.

Todo lo que Pedro sabía era que por fin había encontrado a alguien en cuya voz podía escuchar el eco de sus propias angustias. Por segunda vez aquella noche, la tomó de la mano.

Permanecieron así, agarrados y en silencio, con los dedos ligeramente entrelazados y temerosos de que cualquier palabra que pronunciaran pudiera quebrar la magia de aquel instante. En el cielo flotaban las perezosas nubes, plateadas bajo la luz de la luna. A su lado, Paula observó cómo las sombras jugaban con las facciones de Pedro mientras se sentía ligeramente confusa. En su mandíbula vio una pequeña cicatríz en la que no había reparado anteriormente, y otra en su dedo anular, como una quemadura que hubiera sanado hacía mucho. Si él se dió cuenta de que lo examinaba, no lo demostró: se limitó a contemplar el paisaje de la pequeña propiedad.

El aire nocturno había refrescado, y el soplo de la brisa marina había dejado un rastro de quietud. Paula sorbió su té mientras escuchaba el zumbido de los insectos que volaban en torno a la luz del porche. Las cigarras cantaban en las ramas de los árboles. Podía sentir que la noche se estaba acabando, que estaba casi terminada.

Pedro  apuró su bebida y dejó el vaso en la barandilla con un tintineo de los cubitos de hielo.

—Creo que debería irme. Mañana me espera un madrugón.

—Claro.

Sin embargo, permaneció inmóvil en el sitio unos instantes más, sin decir nada. Por alguna razón seguía acordándose del aspecto de Paula cuando le había confesado todos sus miedos respecto a Nico: su expresión desafiante, la intensa emoción que la había invadido al hablar. Ana se había preocupado en muchas ocasiones por él, pero ¿acaso se había acercado siquiera a lo que Paula debía sufrir todos los días? No era equiparable.

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