viernes, 29 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 27

Paula  sonrió. Siempre bromeaba con él sobre la manera en que se comportaba, como el jefe del clan con sus sherpas.

—Hay una pila de leña en la parte trasera —añadió—. No quería tocarla pero la situación se podría denominar como emergencia —dijo poniéndose los guantes y ajustándose la capucha—. Cierra cuando salga. Llamaré con la punta de la bota cuando vuelva aunque puede que tenga que hacer varios viajes —dijo con la mano en el pomo, pero antes de salir aún bromeó—: Y mientras yo salgo a cazar ¿por qué no haces las labores de la casa y vas preparando la cena?

Paula  levantó la barbilla pero al segundo Pedro estaba fuera y el viento ensordecía cualquier comentario sarcástico.

A solas, decidió empezar por encender la cocina de keroseno. Si los sherpas podían hacerlo fuera con viento ella podría hacerlo dentro del refugio. Se concentró en hacer lo que había visto muchas veces. Podía traducir otros cuatro idiomas además del francés, algo que requería técnica y velocidad, pero hasta el momento, el centro no le había pedido nada más. Trató de quitarse de encima la sensación de descontento que la perseguía. Probablemente nunca revolucionara la red de espionaje como otros compañeros habían hecho. ¿Acaso lo había esperado alguna vez? Pidió a Dios para que la protegiera por haberse lanzado a la aventura de recuperar el cuerpo de Delfina sin pensárselo dos veces, como una manera de demostrar a todos su valía.

Se preguntó cómo podía ser a veces tan ingenua. Juan Hernández, su jefe, le había dicho que nunca se le pediría que interviniera en una operación secreta. Su dinero, y si no su rostro, la hacían demasiado memorable.

También se preguntó si ella era el tipo de persona motivada por nada más que la gloria personal. Pero se sacudió cualquier traza de egoísmo que pudiera quedar en su subconsciente. El simple hecho de estar en aquellas montañas, donde todo su dinero no servía de nada, la había hecho cambiar.

Sin embargo, tenía que ponerse en contacto de alguna forma con la agencia o mandarían a alguien en su busca.

Cuando Pedro golpeó la puerta, ya tenía agua hirviendo en el cazo y dos paquetes de comida congelada calentándose para la cena.

Paula  corrió a abrir y retrocedió rápidamente para dejarlo entrar. Las ramas quedaron apiladas en el suelo y, a juzgar por el tamaño de la pila, se preguntó si Pedro sabría algo del tiempo que ella no sabía.

—Supongo que esto bastará. He perdido por el camino tantas ramas como ves aquí. El viento las arrastraba. Creo que podemos dar gracias de no estar en una tienda en el Ama Dablam.

Paula  había estado tan absolutamente perdida en sus pensamientos que no había oído el ruido hasta que trató de reconocer la voz de Pedro entre los aullidos del viento.

—¿Resistirá el tejado? —preguntó mirando el techo. Si caía sobre ellos, ya podría dejar de preocuparse; más aún, si le ocurría algo malo, su primo Pablo se haría con todo. Tenía que haber contado lo de la carta en la agencia antes de lanzarse a una aventura tan descerebrada.

—No te preocupes por el tejado hasta que veas que sale volando. Entonces habrá que buscar refugio.

Paula se quedó con la boca abierta. Podían morir y él parecía no estar preocupado. Pedro hacía cosas mientras hablaba. Se había quitado el anorak, el gorro y las gafas. Y entonces la miró.

—Sólo era una broma. Este edificio ha resistido a muchas ventiscas como ésta y aún parece que resistirá. Tenemos que ser conscientes del peligro pero no sobre dimensionarlo —continuó Pedro poniéndole el brazo sobre los hombros—. Lo siento mucho si te he asustado. Siempre pareces tan fuerte que olvido concederte la parte vulnerable que hay en toda mujer.

—No ha sido culpa tuya. Supongo que la muerte de Delfina me ha hecho ser consciente de que todos podemos estar aquí en un momento y muertos al siguiente. Arriba, en el glaciar, me he dado cuenta de lo insignificante que soy —«y de lo descuidada que he sido al venir sin decirle nada a nadie». Tendría que llamar a José McBride, Mac, en cuanto pudiera.

De pie junto a Pedro se dió cuenta de que tenía el jersey cubierto de astillas de leña. Se ocuparía de ellas.

—Levanta la barbilla, Pedro. Te quitaré las astillas antes de que te las claves.

Casi había terminado de quitárselas cuando se acordó de la cena.

—Ya termino. A tiempo para la cena. No sé muy bien lo que hay en cada bolsa pero podemos compartirlo si uno es mejor que el otro.

—Me parece bien —dijo él bajando la vista.

Paula se percató del brillo que había en la profundidad oscura de sus ojos, así como de los sutiles matices de la conversación. Por no mencionar las advertencias.

—Echa la cabeza hacia atrás. Sólo queda un par —ordenó ella.

—Creo que se me han debido de meter en la barba también. ¿Te importa mirar?

Paula  tiró a la chimenea apagada las astillas que le iba quitando, consciente de que estaba bromeando pero pensando si aceptar la invitación.

Su barba era más suave de lo que había imaginado. Mientras le pasaba los dedos sonrió al escuchar el gemido de placer que le arrancaba, como el ronroneo de un tigre.

Los estremecimientos que ella misma estaba sintiendo en su interior provenían del fondo de su laringe, y sus pezones se irguieron. Cuando Pedro deslizó la palma de su mano detrás de su nuca, Paula sintió como si se quedara sin aire. Pedro tenía unas manos grandes y no le costó llegar con el pulgar para levantarle la barbilla.

Sus ojos soltaban chispas y Paula no pudo evitar ponerse de puntillas. Pedro le rodeó la cintura con la mano libre y la acercó tanto a su cuerpo que ni siquiera el viento podría pasar entre ambos.

Paula  abrió la boca desesperada por llevar oxígeno a sus hambrientos pulmones. El viento le había resecado los labios pero resistió el impulso de humedecérselos. Si Pedro iba a besarla, sería por propio deseo, sin instigación por parte de ella.

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