miércoles, 6 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 50

«¡Oh, mierda», se dijo.

La vió a punto de doblarse, pero entonces empezaron a subir, centímetro a centímetro. Con una lentitud de pesadilla, el cable se detuvo y la escalera descendió un poco más. Pedro se dió cuenta en el acto de que aquel viejo armazón no podría sostenerlos a los dos.

—¡Paren! —gritó—. ¡La escalera va a partirse!

Tenía que desasirse del cable y de la escalera. Tras asegurarse de que el hombre no se quedaría atascado, trepó hasta alcanzar los peldaños de la escala metálica; con mucho cuidado, retiró el pie del gancho y dejó que las piernas le colgaran libremente mientras rezaba para que ninguna sacudida partiera la estructura. Lentamente empezó a avanzar, como un niño que jugara colgado de los barrotes del laberinto en un parque. Uno, dos, tres, cuatro... El coche ya no estaba bajo sus pies, pero todavía podía notar cómo la escalera se inclinaba.

Fue entonces cuando vió que las llamas se avivaban a medida que se acercaban al depósito de gasolina. Había visto antes motores incendiados, y su experiencia le decía que aquél estaba a punto de estallar.

Miró hacia el puente y, como si fuera a cámara lenta, vió a los bomberos, a sus amigos, que le hacían gestos frenéticos con los brazos para que se apresurara y le gritaban que se pusiera a salvo antes de que el camión explotara.

Sin embargo, Pedro sabía que no había forma de que consiguieran rescatarlos a él y al conductor antes de la explosión.

—¡Saquenlo de ahí! —chilló a pleno pulmón—. ¡Tienen  que sacarlo ya!

Colgado sobre el río, se soltó de la escalera y cayó. La negrura de la noche lo devoró instantáneamente.

La corriente estaba veinticinco metros más abajo.

—¡Eso ha sido lo más estúpido, la mayor insensatez que te he visto hacer desde que nos conocemos! —le dijo Matías con rotundidad.

Habían transcurrido quince minutos y se encontraban sentados en la orilla del Chowan.

—Lo digo en serio. He visto a mucha gente arriesgarse tontamente, ¡pero tú te llevas el primer premio!

—Pero conseguimos sacar a ese tipo, ¿no? —se defendió Pedro.

Estaba empapado y había perdido una bota mientras nadaba hacia la orilla. Una vez pasado el peligro, una vez disipado el efecto de la adrenalina, notaba que el cuerpo se le deslizaba hacia un estado de agotado adormecimiento. Se sentía como si no hubiera dormido durante días, tenía los músculos como de goma, y las manos le temblaban incontrolablemente.


Gracias a Dios, sus compañeros se ocupaban en esos momentos del accidente, porque él se hallaba demasiado exhausto para intervenir. A pesar de que el motor había explotado, la cisterna había resistido, y los bomberos estaban en condiciones de poder dominar el incendio.


—No tenías por qué haberte soltado. Habrías podido llegar.


A pesar de aquellas palabras, Matías no estaba del todo seguro de tener razón.
Inmediatamente después de que Pedro se soltara, sus compañeros se habían despabilado y habían rebobinado el cable a toda prisa. Sin el peso de Pedro, la escalera tenía la resistencia suficiente para que pudieran sacar al conductor a través del parabrisas. Tal como Pedro había previsto, lo izaron sin causarle un arañazo. Una vez fuera, la escalera giró y se replegó hacia el puente justo a tiempo, antes de que el camión estallara escupiendo llamaradas en todas direcciones. Entonces, los restos del coche quedaron libres y se precipitaron al río, tras Pedro.

Éste, que ya había previsto que aquello sucedería, no había dejado de nadar furiosamente para ponerse a salvo. Aun así, los restos del Honda cayeron cerca de él, muy cerca.

En el instante en que entró en la corriente, la presión lo había succionado durante varios segundos y lo había mantenido hundido unos cuantos más. Había dado vueltas y girado bajo el agua como un trapo en la lavadora, pero finalmente logró salir a la superficie y respirar unas bocanadas de aire. Al emerger, gritó a sus compañeros que se encontraba bien y lo volvió a hacer después de que el montón de chatarra se precipitara en el agua y no lo aplastara por poco.

Cuando por fin alcanzó la ribera, estaba mareado y aturdido a causa de la violencia de los acontecimientos. Entonces fue cuando las manos empezaron a temblarle.

José no supo si palidecer a causa de la caída de Pedro o por el alivio de ver que todo había acabado bien y que el conductor estaba sano y salvo. Envió al amigo de Pedro a buscarlo.

Matías lo había encontrado sentado en el barro, abrazándose las rodillas y con la frente apoyada sobre ellas. No se había movido desde que había dado con él.

—No tendrías que haber saltado —añadió Matías ante el silencio de su amigo.

Pedro  levantó la cabeza y se secó el agua de la cara.

—Parecía peligroso —contestó inexpresivamente.

—Eso es porque era peligroso. Pero lo que de verdad me preocupaba era el coche que se precipitó detrás de tí. Podía haberte aplastado...

«Ya lo sé», pensó.


—Por eso nadé bajo el puente —replicó.

—Pero ¿y si hubiera caído unas décimas de segundo antes? ¿Qué habría pasado si el camión hubiera estallado antes? ¿Y si te hubieras golpeado con algún objeto sumergido? ¡Por el amor de Dios! Y sí...


«Estaría muerto», se dijo.

Meneó la cabeza, aturdido. Sabía que debería responder de nuevo a todas esas preguntas cuando José se las planteara en serio.

—No sabía qué otra cosa podía hacer —repuso.

Matías lo contempló con aire preocupado, mientras percibía la incomodidad en su voz. Había visto otras veces aquella actitud de estupor en gente que se daba cuenta de repente de que era afortunada de seguir con vida. Se dió cuenta del temblor de las manos de Pedro y le dió unas palmadas de ánimo en la espalda.

—Vamos. Me alegro de que no te haya ocurrido nada.

Pedro  asintió. Demasiado exhausto para responder.

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