martes, 12 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 64

—Si te digo la verdad, no tengo ni idea —contestó Pedro muy serio.

Matías dejó la jarra de agua en el suelo.

—¿Puedo darte un consejo?

—No sé cómo podría impedírtelo.

—No podrías. En estos asuntos soy como Helena Francis.

Pedro siguió trabajando en el tejado, echándole mano a otro listón.

—Pues no te cortes.

Matías se puso a la defensiva en previsión de la reacción de su amigo.

—Mira, si es todo lo que has dicho que es y además te hace feliz, por favor, esta vez no lo estropees.

Pedro se detuvo en seco.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tú ya sabes cómo funcionas en estos asuntos. ¿Te acuerdas de Valeria? ¿Te acuerdas de Lorena? Puede que tú no, pero yo sí. Empiezas a salir con ellas, les largas todo tu encanto, les dedicas todo tu tiempo y tus atenciones hasta que se enamoran perdidamente de tí y, entonces... ¡plaf!, se acabó.

—No sabes lo que estás diciendo.

Matías observó que la boca de su amigo se transformaba en una amarga línea.

—¿Crees que no? A ver, dime en qué estoy equivocado.

Aunque a regañadientes, Pedro meditó las palabras de Matías.

—Ellas no eran como Paula —contestó lentamente—. Y yo también soy diferente: he cambiado desde entonces.

Matías alzó las manos en un gesto para interrumpirlo.

—No es a mí a quien tienes que convencer. Como se suele decir: no mates al mensajero. Si te digo todo esto es para que no tengas que arrepentirte más tarde.

Pedro  negó en silencio con la cabeza. Durante unos minutos, ambos trabajaron en silencio.

—¿Sabes que eres peor que un grano en el trasero? —exclamó Pedro al final.

Matías agarró un puñado de clavos.

—Sí. Lo sé. Melisa también me lo recuerda a menudo, así que no me lo tomo como algo personal. Es sólo mi forma de ser.

—Bueno, ¿han acabado ya el tejado?

Pedro  hizo un gesto afirmativo. Faltaban unas cuantas horas para que Paula empezara su turno en el restaurante y él jugueteaba con una cerveza. Estaban sentados en los escalones del porche mientras Nico se entretenía con sus camiones en el jardín. Sin que pudiera evitarlo, sus pensamientos volvían una y otra vez a lo que su amigo le había dicho. Sabía que había mucho de cierto en sus palabras, pero aun así lamentaba que hubiera sacado el tema. Le remordía la conciencia como un mal recuerdo.

—Sí —contestó—. Ya está hecho.

—¿Fue más trabajoso de lo que habían pensado? —preguntó Paula.

—No. La verdad es que no. ¿Por qué?

—Porque pareces ido.

—Lo siento. Puede que esté un poco cansado.

Paula  lo estudió.

—¿Estás seguro de que no es más que eso?

Pedro  se llevó la lata a los labios y bebió un largo trago.

—Supongo.

—¿Supones?

Dejó la cerveza en el peldaño.

—Bueno..., es que Matías me ha dicho que...

—¿Qué?

—¡Bah! Cosas, sólo cosas —respondió sin querer darle más vueltas al asunto, pero Paula percibió la preocupación en sus ojos.

—¿Como qué?

Él respiró profundamente al tiempo que se preguntaba si valía la pena que contestara.

—Me dijo que si yo iba en serio contigo, no debería estropearlo esta vez.

Paula  contuvo el aliento ante la brusquedad de aquellas palabras y se preguntó qué motivo había tenido Matías para hacerle a su amigo semejante comentario.

—¿Y tú qué le contestaste?

—Le dije que no tenía ni idea de lo que decía —repuso Pedro haciendo un gesto negativo.

—Bueno, pero... —Paula vaciló—, ¿la tiene?

—No. Claro que no.

—Entonces, ¿por qué te incomoda tanto?

—Porque me fastidia que piense que la voy a fastidiar. No sabe nada de ti, ni de nosotros como pareja; y tampoco sabe nada de lo que siento, ¡maldita sea!

Paula  lo miró de soslayo, bajo los rayos del sol moribundo.
—¿Y qué sientes?

Pedro  la agarró de la mano.

—¿No lo sabes? —preguntó—. ¿No lo he dejado lo bastante claro todavía?

El verano desencadenó toda su furia a mediados de julio, y las temperaturas subieron hasta sobrepasar la máxima del siglo. Luego, empezaron a descender. Hacia finales de mes, el huracán Belle rozó la costa de Carolina del Norte antes de adentrarse en el mar. A principios de agosto, el huracán Dalila hizo lo mismo; un par de semanas más tarde empezó un período de sequía, y las cosechas no tardaron en agostarse.

Septiembre empezó con la llegada de un desacostumbrado frente frío —algo que hacía veinte años que no ocurría—, así que la gente sacó los vaqueros y las cazadoras. Una semana después sobrevino otra ola de calor, así que todos devolvieron las prendas de abrigo a los armarios, con la esperanza de no tener que recurrir a ellas en un par de meses.

Al contrario que el clima, la relación entre Paula y Pedro permaneció estable durante todo aquel tiempo. Instalados en una rutina, pasaban juntos la mayor parte de las tardes (para evitar las horas más calurosas del día, los operarios de Pedro empezaban a trabajar de madrugada y terminaban la jornada antes de las dos del mediodía), y él solía dejarla en el restaurante siempre que le era posible. De vez en cuando, iban a cenar a casa de Judy o bien ésta se quedaba haciendo de canguro de Nico mientras los dos disfrutaban de un poco de tiempo para ellos solos.

En aquellos tres meses, Paula fue apreciando cada vez más la pequeña ciudad de Edenton.

Pedro, naturalmente, se mantuvo ocupado en el papel de guía, enseñándole los lugares que valía la pena ver por los alrededores, saliendo a pasear en barca y por la playa. Con el tiempo, Paula  llegó a ver Edenton como lo que era en realidad: un lugar en el que la gente funcionaba según sus propias costumbres, lentamente; cuya forma de vida giraba en torno a la educación de los hijos y en asistir a los oficios religiosos de los domingos; a la pesca y a la labranza de los fértiles campos.

Un lugar donde la palabra «hogar» todavía significaba algo. De vez en cuando, Paula se sorprendía a sí misma mirando a Pedro mientras él estaba en la cocina con una taza de café en la mano, y preguntándose si le parecería el mismo en un lejano futuro, cuando tuviera el cabello gris. Ella esperaba con ilusión todo lo que hacían juntos.

Una cálida noche de finales de julio él la había llevado a bailar a Elisabeth City, otra de las cosas que ella no había hecho en años. Pedro la había guiado con sorprendente elegancia por la sala al ritmo de la orquesta country local, y ella se dio cuenta entonces de que las mujeres lo encontraban atractivo —una había llegado incluso a sonreírle—, y no pudo evitar una punzada de celos por mucho que Pedro no hubiera notado nada.

Al contrario, no había dejado de sujetarla fuertemente y de mirarla como si ella fuera la única mujer sobre la tierra. Más tarde, mientras devoraban unos bocadillos en la cama y fuera se desencadenaba una tormenta, Pedro la había atraído hacia sí y le había susurrado: «Esto es todo lo que se puede desear.»

También Nico mejoró espectacularmente bajo su atención. Empezó a adquirir seguridad con el lenguaje y a hablar con más frecuencia, aunque la mayoría de sus frases no tuvieran mucho sentido. También dejó de murmurar cuando tenía que enfrentarse a frases con muchas palabras.

Para finales de verano ya había aprendido a golpear la pelota desde el tee, y su habilidad para lanzarla había mejorado de forma notable. Pedro dispuso unas improvisadas bases en el jardín e intentó inculcarle las reglas básicas del béisbol, pero Nico no le hizo ni caso: lo único que quería era divertirse.

Sin embargo, por muy idílico que fuera el panorama, había momentos en los que Paula percibía en Pedro un desasosiego que le costaba definir. Tal como había sucedido la primera noche que habían pasado juntos, a veces, después de hacer el amor, se apoderaba de él cierta melancolía y adoptaba una actitud distante e impenetrable. Aunque no por ello dejaba de acariciarla y de abrazarla, Paula no podía evitar percibir en él algo que la incomodaba, algo oscuro y desconocido que hacía que Pedro le pareciera más viejo y cansado. En ocasiones, incluso había llegado a asustarse; aunque cuando llegaba la mañana se recriminaba el haberse dejado arrastrar por su imaginación.

A últimos de agosto, Pedro se marchó de la ciudad para ayudar durante tres días en la extinción de un importante incendio que se había declarado en los bosques Croatan, unas tareas aún más peligrosas a causa de los calores estivales. A Paula le costó conciliar el sueño en su ausencia; estaba preocupada y no dejaba de llamar a Ana; ambas pasaban horas colgadas del teléfono. Al final acabó siguiendo el curso de los acontecimientos por las informaciones de los periódicos y de la televisión, en un vano intento de localizar a Pedro entre la multitud de rostros que aparecían en la pantalla.

Cuando Pedro regresó a Edenton, fue directamente a casa de Paula. Ella le había pedido a Rafael  que le diera la noche libre, pero Pedro estaba agotado y se quedó dormido en el sofá nada más ponerse el sol. Creyendo que descansaría hasta la mañana siguiente, Paula lo cubrió con una manta, pero a medianoche él se levantó y fue hasta la cama. Nuevamente le temblaban las manos, pero en aquella ocasión los temblores le duraron horas. Pedro se negó a hablar de lo sucedido y Paula, preocupada, lo estrechó en sus brazos hasta que consiguió que se durmiera de nuevo. No obstante, ni siquiera en el sueño los demonios que acosaban a Pedro lo dejaron descansar. Moviéndose y agitándose sin cesar, murmuraba frases inconexas y carentes de sentido en las que Paula percibía los ecos del miedo.

A la mañana siguiente, él se disculpó tímidamente, pero no le ofreció explicación alguna. Ella no las necesitaba. De alguna manera sabía que no eran sólo los recuerdos del incendio los que lo atormentaban: era otra cosa, algo desnudo y siniestro que luchaba por salir a la superficie.

Recordaba lo que su madre le había contado acerca de los hombres que guardan celosamente sus secretos y de las dificultades que eso acarrea a las mujeres que los aman. Paula sabía por instinto la verdad de aquellas palabras, pero le resultaba difícil conciliarla con el amor que sentía hacia Pedro Alfonso. Amaba su olor, amaba el áspero contacto de sus manos sobre su cuerpo y las arrugas que se formaban alrededor de los ojos cuando reía; amaba el modo como la miraba cuando ella se iba a trabajar, apoyado contra la camioneta, con las piernas cruzadas. Amaba todo de él.

A veces se sorprendía soñando despierta con el día que saldría de la iglesia de su brazo. Podía rechazar la idea, podía hacer caso omiso y repetirse una y mil veces que ninguno de los dos estaba preparado para tomar semejante decisión, lo cual no dejaba de ser hasta cierto punto verdad, ya que no llevaban mucho tiempo juntos. Esperaba tener la sensatez de decírselo. No obstante..., sabía que no serían ésas sus palabras; tenía la plena certeza de que si él se lo pedía, ella le contestaría que sí, sí y cien veces sí.

En sus ensoñaciones, sólo deseaba que Pedro pensara igual.

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