domingo, 24 de enero de 2016

Una pasión Prohibida: Capítulo 12

El rumor de las banderolas sagradas agitándose con la brisa se unió a los suspiros que escapaban de sus labios hasta que fue quedándose adormilada y el mundo que la rodeaba se convirtió en una mezcla de luz pura y sombras oscuras.

De pronto, se despertó. Una de esas sombras había cobrado vida. Era Pedro Alfonso.

—¿Te despierto, bella durmiente? —su voz tenía el tono áspero que había perdido cuando lo imaginó como el hombre amable presto a hacer realidad hasta su más pequeño deseo. Pero Pedro era más que eso. Más de lo que recordaba. Pero, sobre todo, era perturbadora y atractivamente masculino.

Se apoyó contra el mullido asiento del sillón para levantarse, deseosa de estar en una posición más igualada con la de él. Pero no era fácil. Las manos se le hundieron en los cojines que la habían seducido hasta quedar medio dormida. El ángulo del sillón hacía que el cuerpo estuviera demasiado hundido y las piernas más altas, de manera que no resultaba fácil levantarse de una forma elegante.

—Deja que te ayude —dijo Pedro ofreciéndole una mano y ella, como tonta, la aceptó. Sintió que el mundo se difuminaba a su alrededor al contacto. Pedro la ayudó a ponerse en pie y la soltó a continuación. Paula no pudo evitar sentir que ya nada volvería a ser igual.

Iba vestido igual que la mayoría de los guías que había conocido en Namche Bazaar: pantalones caquis descoloridos por el sol y camisa de cuadros bajo un anorak negro. Pero en él la ropa cobraba un estilo en el que no se había dado cuenta la noche anterior. Las largas y musculosas piernas se movían con una singularidad que lo diferenciarían entre una multitud. Lo miró con atención consciente de que había en él algo distinto.

Era evidente que se había afeitado, pero no era sólo la cara limpia, que además hacía resaltar el hoyuelo de su barbilla, lo que la había dejado sin aliento, o el hecho de que el contacto con su mano le hubiera provocado escalofríos por todo el cuerpo. No, había algo en sus ojos y en su actitud. Le recordaba a alguien pero no sabría decir a quién. Le devolvió la mirada, consciente de algo que no había visto antes, como si en una vida pasada hubieran sido amantes.

Sonrojada, se agachó para alisar las arrugas de su falda. Al elegir esa mañana la camiseta de cachemir de color claro y la falda de tejido natural no había tenido en cuenta que la sensualidad de las prendas se confabularan con ella para ayudarla a conseguir su objetivo. En ese momento se daba cuenta de que, al igual que todo lo que había hecho desde que se conocían, formaban parte de su estrategia, parte de su seducción.

Era una pena que no hubiera decidido cómo seguía su plan maestro. Tendría que improvisar sobre la marcha.

Paula  estaba acostumbrada a manejar su vida y lo demostró en cuanto entraron en el restaurante.

Por otra parte, con su estatura y envergadura, así como por el hecho de dirigir un negocio como el suyo, Pedro estaba acostumbrado a llamar la atención allá donde iba. No recordaba que Delfina fuera tan autoritaria. Fernando y ella siempre se consultaban antes de hacer algo, claro que ellos formaban una pareja, dos partes de un todo.

Pedro dirigió su atención hacia Paula, que ya había elegido lo que iba a pedir y, limitándose a decirle que le iba a gustar, pidió al camarero lo mismo para los dos.

—Enseguida llegarán sus platos —dijo el sumiller del restaurante—. Mientras tanto, si me permiten sugerirles un buen vino para acompañar la comida… —y diciendo esto, le puso la carta de vinos delante de la cara.

Pedro frunció el ceño dirigiendo su enfado con Paula hacia el sumiller, que no tenía culpa alguna.

—¿Quieres vino? —le preguntó.

—Me gustaría, sí —dijo ella sonriendo al sumiller al tiempo que extendía la mano para tomar ella misma la carta de vinos—. ¿Tienen…?

—Creo que un Pinot Gris sería el ideal con lo que hemos pedido —interrumpió Pedro antes de que Paula pudiera echar una ojeada, y tomando la lista, buscó rápidamente con la mirada y señaló—: éste.

De algo servía tener un hermano enólogo que se pasaba la vida probando vinos y escribiendo libros sobre la fermentación de la uva. Martín era el mayor de los Alfonso, de los chicos. Se había independizado antes que el resto.

Las circunstancias habían provocado ciertos cambios en su ligeramente disfuncional familia, comenzando con el matrimonio de Jo, su hermana pequeña. Desde entonces, Franco, el pequeño genio de la familia, había encontrado un magnífico trabajo de gran responsabilidad en una de las empresas de su nuevo cuñado. Los lazos familiares estaban más fuertes por primera vez desde que su padre, Horacio Alfonso, se suicidó.

Su hermana se había casado con un hombre rico, de clase probablemente parecida a la que tenía Paula. No era que sus aspiraciones personales estuvieran dirigidas en ese sentido, ni siquiera como posible solución a sus problemas financieros. Tampoco importaba que cada vez que miraba su sexy cuerpo todo su interior se convulsionara.

No, estaba seguro de que su hermano gemelo, Federico, estaría de acuerdo con él en que era suficiente con un millonario en la familia.

Pedro echó un vistazo al restaurante prácticamente desierto cuando el sumiller se hubo marchado. Se habían convertido en el centro de atención de camareros que competían entre ellos por atenderlos.

—¿Y dónde aprendiste tanto de vino? —preguntó Paula inclinándose sobre la mesa, jugueteando distraídamente con la copa vacía.

El movimiento ponía de manifiesto la sensual curva que formaban sus pechos bajo la delicada prenda de cachemir. Tenía que admitir que era una mujer con estilo. Poco importaba que llevara el pelo como si se lo hubiera cortado ella misma y sinespejo. Suponía que debía de ser la última moda y en su favor diría que la hacía parecer más joven y también más vulnerable. Intentó endurecer el corazón para no dejarse llevar por su atractivo.

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