viernes, 8 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 59

Pedro alzó una ceja en señal de duda y apuró su copa.

—Dudo que yo hubiera sabido demostrar tanta madurez como tú ante esa situación.

—No lo sé; pero tu madre es todavía una mujer joven. Puede que aún se le presente la ocasión.

Pedro apoyó la copa en su regazo y se dio cuenta de que nunca se le había ocurrido semejante posibilidad.

—¿Y tú, qué? ¿Crees que te habrías casado? —preguntó.

—Naturalmente —contestó con ironía—. Lo tenía todo planeado. Graduarme a los veintidós, casarme a los veinticinco, tener mi primer hijo a los treinta... Era un plan estupendo. Lo único malo es que no funcionó como esperaba.

—Pareces desengañada.

—Sí. Me he sentido desengañada durante mucho tiempo —reconoció—. Mi madre siempre tuvo una cierta idea de cómo debía ser mi vida y nunca perdía la ocasión de recordármelo. Sé que su intención era buena, que sólo deseaba lo mejor para mí. Quería que yo aprendiera de sus errores, y realmente lo intenté. Pero, cuando murió... No sé, supongo que durante un tiempo me olvidé de todo lo que me había enseñado.

Hizo una pausa, y su aspecto se volvió pensativo.

—¿Lo dices porque te quedaste embarazada? —preguntó Pedro con suavidad.

Paula  negó con un gesto de la cabeza.

—No. No fue por eso, aunque tuviera algo que ver. Fue porque tras su muerte me di cuenta de que ya no la tendría mirando por encima de mi hombro constantemente, vigilando mis gestos y examinando mi forma de vida. Y como ya no estaba, me aproveché... No fue hasta cierto tiempo después que entendí que con sus palabras no pretendía mantenerme controlada sino ayudarme a que mis sueños se hicieran realidad.

—Todos nos equivocamos, Paula.

Ella hizo un gesto con la mano para interrumpirlo.

—Escucha. No te digo esto porque ahora me compadezca de mí misma. Como te he explicado, ya no me siento desengañada. En estos momentos, cuando pienso en mi madre, estoy convencida de que estaría orgullosa de lo que he hecho durante estos últimos cinco años. —Y vaciló antes de añadir—: Y creo que también le gustarías tú.

—¿Lo dices porque me porto bien con Nico?

—No —repuso—. A mi madre le gustarías porque durante estas dos últimas semanas has hecho que me sintiera más feliz de lo que me he sentido desde que supe que estaba embarazada.

Pedro la contempló con humildad, empequeñecido por el impacto de aquellas palabras. Era tan sincera, tan vulnerable, tan increíblemente hermosa...

A la trémula luz de las velas, sentados el uno al lado del otro, Paula lo miró abiertamente, con los ojos rebosantes de misterio y compasión. Fue en aquel preciso instante cuando Pedro Alfonso se enamoró de Paula Chaves y supo que todos los años de preguntarse lo que eso significaba, todos los años de soledad lo habían conducido a aquel lugar, a aquel allí y a aquel entonces. La tomó de la mano y notó la suavidad de su piel mientras una oleada de ternura lo invadía.

Le acarició la mejilla. Paula cerró los ojos y deseó que aquel instante quedara grabado en su memoria para siempre. Sabía sin necesidad de que nadie se lo explicara cuál era el significado de aquel gesto, el significado de las palabras que él no había pronunciado; y lo sabía, no porque lo conociera bien, sino porque se había enamorado de Pedro  en el mismo instante que él de ella.

En la profundidad de la noche, el resplandor de la luna bañaba el dormitorio, y el aire parecía como de plata mientras Pedro  yacía en la cama y Paula descansaba la cabeza sobre su pecho.

Había encendido la radio, y unos lentos compases de jazz acallaban sus susurros.

Paula  levantó la cabeza del pecho de Pedro, maravillándose ante la desnuda belleza de su forma, contemplando a la vez al hombre que amaba y la huella del muchacho que nunca había conocido. Con culpable delectación revivió la escena de sus cuerpos apasionadamente entrelazados, sus propios gemidos cuando ambos se fundieron en un solo ser y cómo había tenido que hundir el rostro en el hombro de él para silenciar los gritos de placer. Sabía que lo que habían hecho era tanto lo que necesitaba como lo que había deseado. Había cerrado los ojos y se había entregado a Pedro sin reservas.

Cuando él se percató de que lo miraba estiró la mano y le acarició el contorno de la mejilla con los dedos mientras una melancólica sonrisa jugueteaba en la comisura de sus labios. Sus ojos eran indescifrables bajo la pálida y grisácea claridad. Paula acercó un poco el rostro, y él se lo acarició con toda la mano.

Permanecieron acostados en silencio, mientras los dígitos del reloj seguían avanzando regularmente.

Más tarde, Pedro se levantó, se puso los calzoncillos y fue a buscar un par de vasos de agua a la cocina. Al regresar vió a Paula, cuyo cuerpo estaba medio enredado entre las sábanas que apenas la cubrían. Ella se volvió, y él tomó un sorbo de agua antes de depositar los vasos en la mesilla. Cuando se inclinó y la besó entre los pechos, Paula notó el frío cosquilleo de su lengua sobre la piel.

—Eres perfecta —murmuró Pedro.

Ella le rodeó el cuello con un brazo y le recorrió la espalda con la mano de arriba abajo, apreciándolo todo: la plenitud de la velada y el silencioso peso de su pasión.

—No lo soy, pero gracias de todas maneras. Gracias por todo.

Él se tumbó, apoyado contra la cabecera de la cama. Paula  se acurrucó y Pedro la atrajo hacia él rodeándola con el brazo.

Se quedaron dormidos en aquella postura.

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