domingo, 24 de enero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 6

Dejó que Pedro la acompañara a la salida contenta por no tener que bajar sola por la escalera a oscuras.

Antes de salir, Pedro había tomado su anorak rojo, un color muy apropiado para ser reconocido sobre la nieve blanca. Paula se había dado cuenta de la manera en que el hombre adaptaba su flexible cuerpo para salir sin rozar el marco de la puerta.

Como le había dicho Kora, se trataba de un hombre grande.

Cada pocos pasos, Pedro se detenía para encender una de las pequeñas lámparas dispuestas en pequeñas cavidades a lo largo de la pared.

Al subir, Paula no había reparado en la inclinación tan aguda de las escaleras y no quería perder el equilibrio. No conseguiría convencerlo para que la llevara a la cima de la montaña si le hacía creer que ni siquiera podía apañárselas con unas simples escaleras.

No tenía sentido pensar que haciéndole beber alcohol lo convencería. Tendría que recurrir a sus encantos femeninos. Así que cuadró los hombros y a continuación lo miró. Los suyos eran anchos, fuertes y muy masculinos.

Pedro  llegó a la puerta verde por la que se accedía a la taberna por la que Paula había pasado un rato antes.

Kora le había preguntado al hombre del bar dónde podía encontrar a Pedro y después se había ido corriendo llevando entre los dedos la propina que Paula le había dado y una sonrisa en los labios. Una minucia por encontrar al único hombre de Namche Bazaar que podía ayudarla. Kurt tomó el pomo de la puerta pero se giró hacia ella y se hizo a un lado para dejarla pasar primero.

—Después de tí.

Los huesos de las mejillas creaban un efecto de sombra en el rostro delgado de Pedro pero Paula veía que, a pesar de ello, era un hombre fuerte. Un hombre, le decía un vocecita interior, que parecía verlo todo blanco o negro, bueno o malo, pero alguien que no iba a ponerla en peligro por mucho que insistiera. Tendría que ser muy cuidadosa para no situarse en el «lado» de las cosas malas según su baremo. Ahora sabía que siempre llevaba un cuchillo y que sabía cómo usarlo. Aparte de eso, haría lo que fuera para convencerlo. Implorarle, engatusarlo, seducirlo.

Tenía que describir un plan. Había demasiadas cosas en juego.

Las paredes del interior de la taberna, al igual que la fachada exterior, estaban encaladas, excepto la zona de la chimenea, ennegrecida por el humo. Alguien había encendido el fuego desde que ella entrara por primera vez con Kora, y el lugar le parecía sacado de una película de Indiana Jones. Una hilera de lámparas de aceite de yak dispuestas a lo largo de una delgada estantería que cubría unas tres cuartas partes del recinto lanzaban débiles destellos entre la oscuridad. Paula esperaba que, de un momento a otro, se abriera la puerta principal y entrara Indy con su látigo dispuesto a salvar al mundo.

De pronto, la idea le pareció graciosa. Ella había ido a Nepal con la esperanza de encontrar a un hombre que la ayudara a salvar su propio mundo, pero ¿sería Pedro Alfonso ese hombre?

La puerta se cerró y Pedro quedó muy cerca de ella, tanto que pudo sentir el rumor de sus palabras en las costillas que tenía pegadas a su espalda.

—¿Se corresponde con tus expectativas?

—No sé si tenía expectativas, pero desde luego es algo más. Sólo estoy acostumbrándome a la luz, o a la falta de ella más bien. No quiero caerme.

—Quédate a mi lado —respondió él y su aliento en el cuello le provocó un escalofrío que Kurt, por supuesto, notó—. Si tienes frío podemos acercarnos a la chimenea.

—No, gracias. Mejor quedémonos en el centro. Cerca de la chimenea empezaría a sudar al rato y tendría que buscar un sitio menos cálido.

Pedro entrecerró los ojos mientras observaba a los hombres que se arracimaban alrededor de las mesas.

—No creo que le importe a nadie, pero para estar más seguros podemos sentarnos a la mesa de la esquina.

Conforme se acercaban a la mesa, una ráfaga de viento se coló por la chimenea, metiendo en la habitación una bocanada de humo que contribuyó a aumentar la humareda ya causada por los ancianos que fumaban en pipa.

—Veo que en esta parte del pueblo no hay electricidad.

—¿Tienes miedo de la oscuridad?

Paula se giró dispuesta a responder y se encontró con la profunda mirada de Pedro que parecía ocultar una pregunta que ella no sabía cómo responder. Aún. Parpadeó sorprendida tratando de fingir no darse cuenta de que aquel hombre era un depredador y sólo una mujer muy valiente o muy estúpida se atrevería a entrar en su territorio creyendo que podría salir ilesa.

Paula  sólo esperaba que mereciera la pena.

Su mirada se deslizó hacia la boca del hombre. Se mordió el labio y reprimió las ganas de reír. Ahora le tocaba ver qué era ella, una estúpida o una mujer que trataba de conseguir un objetivo.

—Siéntate cerca de la pared y disfruta de la vista —dijo Pedro apoyando una mano en el hombro de ella y sonriéndole con una mueca.

Paula  obedeció y echó un vistazo a la taberna. La vista se componía de hombres bastos y no todos eran sherpas ni nepaleses. Había un hombre enorme con aspecto de ruso que llevaba un gorro de piel. Pedro esperó hasta que estuvo sentada.

—¿Qué quieres tomar? ¿Tienes hambre?

—Whisky, con agua esta vez porque no creo que tengan soda. Y comeré lo mismo que tú. Me muero de hambre.

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