miércoles, 6 de enero de 2016

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 51

Aquella misma noche, cuando la situación en el puente quedó controlada, Pedro  se metió en su camioneta y regresó a casa. Tal como había sospechado, José le había hecho las mismas preguntas que Matías  y había añadido unas cuantas de su propia cosecha, para repasar cuidadosamente todas y cada una de las decisiones de su subordinado y de las razones que lo habían llevado a tomarlas.

Aunque aquélla había sido la vez que Pedro  había visto más enfadado a su jefe, hizo lo que pudo para convencerlo de que no había obrado imprudentemente.

—Mira, no tenía ganas de saltar, pero si no lo hubiera hecho, ni el conductor ni yo habríamos salido con vida —le dijo.
José no tuvo respuesta para aquello.

Las manos de Pedro habían dejado de temblar y, poco a poco, todo su sistema nervioso volvía a la normalidad. No obstante, se sentía exhausto y tiritaba mientras recorría las silenciosas carreteras rurales de regreso al hogar

Unos minutos después, subía los agrietados peldaños de cemento de la pequeña vivienda que él llamaba su hogar. Con las prisas por marcharse había dejado las luces encendidas, así que la casa le dio la bienvenida con un ambiente acogedor: los papeles seguían esparcidos sobre la mesa, al lado de la calculadora encendida; el hielo del vaso de agua se había derretido y en el salón se oía el ruido de fondo del televisor. El partido había terminado y en la tele estaban emitiendo noticias.

Dejó las llaves en la encimera de la cocina y fue quitándose la camisa mientras se dirigía a la pequeña galería donde estaban la secadora y la lavadora. Abrió la tapa de esta última y arrojó la prenda. Luego, se descalzó, añadió el pantalón, los calcetines, los calzoncillos y, por último, el detergente. Puso el electrodoméstico en marcha, cogió de la secadora una toalla que se ató a la cintura y se dirigió al baño, donde se dió una rápida ducha caliente para quitarse la mugre de encima. A continuación, se pasó un cepillo por el cabello y fue apagando todas las luces de la casa antes de meterse en la cama.

Lo hizo a regañadientes. Quería dormir, necesitaba dormir; pero, a pesar del agotamiento, sabía que no podría conciliar el sueño. Al contrario, nada más cerrar los ojos, las imágenes de las horas previas empezaron a desfilar por su mente. Casi como si de una película se tratara, algunas pasaban a toda velocidad y otras lo hacían hacia atrás. Sin embargo, eran siempre diferentes de lo que había sucedido en realidad. Las suyas no eran imágenes de éxito, sino de pesadilla.

Secuencia tras secuencia, fue contemplando cómo las cosas salían mal.

Se vió a sí mismo intentando alcanzar al conductor justo en el momento en que sonaba un crujido y notaba la espantosa sacudida de la escalera que se partía y los enviaba directos a la muerte.

Contempló con espanto el rostro de la víctima, contorsionado por el horror mientras extendía la mano en busca de ayuda y el coche se despeñaba sin remisión, puente abajo.

Notó cómo su mano sudorosa resbalaba del cable al que se sujetaba y cómo él se precipitaba hacia el río y hacia la muerte.

Escuchó que el motor del camión estallaba mientras él sujetaba el arnés de seguridad y notó que la explosión lo despedazaba, lo abrasaba y le arrancaba la vida.

Revivió la pesadilla que lo había martirizado desde que era pequeño.

Abrió los ojos de repente. Las manos volvían a temblarle y tenía la garganta seca. Mientras jadeaba, notó una descarga de adrenalina que casi le provocó espasmos de dolor.

Volvió la cabeza y contempló el reloj de la mesilla. Los rojos dígitos le indicaron que eran casi las once y media.

Sabía que no se podría dormir, así que encendió la lámpara y empezó a vestirse. No entendía por qué lo hacía, todo lo que sabía era que tenía la necesidad de hablar con alguien. No con Matías ni con Melisa. Tampoco con su madre.

Tenía que hablar con Paula.

El estacionamiento de Eights estaba prácticamente vacío cuando llegó y había un único coche en una esquina. Detuvo su camioneta cerca del acceso y comprobó la hora. Faltaban diez minutos para que el restaurante cerrara.

Empujó la puerta de entrada y oyó que el tañido de una campanilla indicaba su llegada. El lugar estaba tal como lo recordaba: un mostrador, donde solían sentarse la mayoría de los camioneros que acudían temprano, corría a lo largo de la pared del fondo; había una docena de mesas cuadradas en medio de la sala, bajo las aspas de un gran ventilador, y a derecha e izquierda de la puerta estaban dispuestos unos reservados, tres a cada lado, con sus tapicerías de vinilo rojo tachonado. A pesar de lo tarde que era, el sitio todavía olía a beicon.

Vió a Rafael al otro lado de la barra, atareado con la limpieza. El hombre levantó la vista cuando escuchó el tintineo de la campanilla y reconoció a Pedro al instante. Agitó un trapo grasiento en señal de bienvenida.

—¡Hombre, Pedro! ¡Cuánto tiempo! ¿Vienes a comer?

—¿Eh...? ¡Oh, no, Rafael! Gracias —dijo mientras miraba a su alrededor.

Rafael  hizo un gesto negativo con la cabeza mientras sonreía para sí mismo.

—No sé por qué, pero ya me parecía que no tenías hambre —comentó con picardía—. Paula saldrá dentro de un minuto. Está recogiendo los cacharros de cocina. ¿Has venido para acompañarla a casa?

Pedro  tardó unos segundos en responder y los ojos de Rafael chispearon.

—¿Crees que eres el primero que aparece por aquí a estas horas de la noche con expresión de cachorro desvalido? Vienen un par como tú cada semana en busca de lo mismo. Camioneros, motoristas, incluso tíos casados. —Sonrió—. Realmente tiene algo especial, ¿eh? Es bonita como una flor. Pero no te preocupes, todavía no ha dicho que sí a ninguna proposición.

—Yo..., no... —balbuceó Pedro, que, de repente, no sabía qué decir.

—Pues claro que sí —contestó Rafael  guiñándole un ojo. A continuación bajó la voz y añadió—: Como te he dicho, no te preocupes. Tengo el presentimiento de que a ti va a decirte que sí. Iré a avisarla de que has llegado.

Pedro sólo pudo contemplar cómo Rafael se daba la vuelta y desaparecía. Casi inmediatamente, Paula salió de la cocina a través de una puerta batiente.

—¡Pedro!—exclamó sorprendida.

—Hola —contestó él tímidamente.

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